Y el ángel Israfel, cuyas cuerdas del cora-
zón son un laúd, y que tiene la voz más
dulce de entre todas las criaturas de Dios.
CORÁN
Mora en el cielo un espíritu,
«cuyas cuerdas del corazón son un laúd»;
nadie canta can sumamente bien
como el ángel Israfel,
y las etéreas estrellas (según reza la leyenda)
suspenden sus himnos, escuchan el arrobo
de su voz, mudas todas.
Temblorosa, arriba,
en su más elevado cénit,
la luna enamorada
se sonroja con el amor,
mientras, para escuchar, rúbeo el relámpago
(con las rápidas Pléyades, también,
que eran siete)
se detiene en el Cielo.
Y dicen (el coro estrellado
y el resto de quienes escuchan)
que el fuego de Israfel
se debe a aquella lira
con la que se sienta y canta,
al vibrante y vivo hilo
de tales extraordinarias cuerdas.
Mas los celajes que ese ángel hollara
donde los pensamientos profundos son un deber,
donde el Amor es un Dios adulto,
donde la hurí brilla,
se colman de toda la belleza
que del astro veneramos.
No erraste, pues,
Israfel, que despreciaste
una canción desapasionada;
¡sean tuyos los laureles,
el mejor bardo, el más sabio!
¡Vive feliz, larga vida!
Éxtasis, de lo alto,
tus ardientes cadencias se ajustan
–a tu pesar, a tu alegría, a tu odio, a tu amor,
al fervor de tu laúd–,
hacen bien en callar las estrellas!
Sí, tuyo es el Cielo; mas este
es mundo de dulzura y de amargura;
flores son, simplemente, nuestras flores,
y la sombra de tu perfecta bienaventuranza
luz del sol es de la nuestra.
Si yo pudiera morar
donde Israfel
mora, y él donde yo,
quizá no cantara él tan sumamente bien
una mortal melodía,
al tiempo que una nota más arrebatada que esta
quizá desde mi lira volase hasta el cielo.
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