Roma. Sala en un palacio. Alessandra y Castiglione.
Alessandra. Triste estás, Castiglione.
Castiglione. ¡Triste! ¡Oh, no!
¡Yo soy el hombre más feliz de Roma!
Sólo unos pocos días más, ya sabes, Alessandra,
te harán mía. ¡Oh, sí, soy muy feliz!
Alessandra. ¡Me parece que muestras de una forma
muy singular tu felicidad! ¿Qué te sucede, primo?
¿Por qué suspiras tan profundamente?
Castiglione. ¿He suspirado?
No me di cuenta de ello. Es la costumbre,
una costumbre tonta, tontísima que tengo
cuando soy muy feliz. ¿He suspirado? (Suspirando.)
Alessandra. Has suspirado. No estás bien. Te has entregado
demasiado al placer últimamente, y me disgusta verlo.
¡El trasnochar y el vino, Castiglione,
te van a destruir! Ya estás cambiado,
tu aspecto es demacrado; nada desgasta tanto
el organismo como trasnochar y el vino.
Castiglione (cavilando). Nada, hermosa prima, nada, ni una
honda pena
desgasta tanto como trasnochar y el vino.
Lo enmendaré.
Alessandra. ¡Sí, hazlo! Quisiera que dejases
a tus desenfrenados compañeros también, gentes de baja cuna
que van mal con el heredero del viejo Di Broglio
y con el esposo de Alessandra.
Castiglione. Los dejaré.
Alessandra. Lo harás; debes hacerlo. Cuida igualmente más
de tu atavío y aparato; son demasiado simples
para tu alto rango y posición; mucho es lo que depende
de las apariencias.
Castiglione. Me ocuparé de ello.
Alessandra. ¡Pues ocúpate de ello! Presta más atención, señor,
a un aspecto adecuado; mucho te falta
en cuanto a dignidad.
Castiglione. Mucho, mucho, oh, sí, mucho me falta
en cuanto a la apropiada dignidad.
Alessandra (altivamente). ¡Te burlas de mí, señor!
Castiglione (distraídamente). ¡Dulce, gentil Lalage!
Alessandra. ¿He oído bien?
¡Le hablo yo a él, y él habla de Lalage!
¡Señor conde! (le pone la mano en el hombro) ¿Qué andas soñando?
¡No se encuentra bien!
¿Qué te aflige, señor?
Castiglione (sobresaltado). ¡Oh, prima! ¡Hermosa prima! ¡Señora!
Te suplico perdón; cierto es que no estoy bien;
quita la mano de mi hombro, te lo ruego.
¡Este aire es tan opresivo! Señora... ¡el duque!
Entra Di Broglio
Di Broglio. ¡Hijo mío, tengo noticias para ti! ¿Eh? ¿Qué es lo
que ocurre? (observando a Alessandra).
¿Está de mal humor? ¡Bésala, Castiglione!, ¡bésala,
perro! ¡y haz las paces ahora mismo, te digo!
Tengo noticias para ambos. Se espera a Poliziano
en Roma en cualquier momento... ¡a Poliziano, el conde de Leicester!
Asistirá a la boda. Ésta es su primera visita
a la ciudad imperial.
Alessandra. ¿Qué? ¿Poliziano
de Britania, conde de Leicester?
Di Broglio. El mismo, amor mío.
Asistirá a la boda. Es un hombre muy joven
en años, pero viejo en fama. Yo no lo he visto,
pero el rumor habla de él como un prodigio
eminente en las artes, y en armas, y en riquezas,
y de elevado origen. Asistirá a la boda.
Alessandra. Mucho he oído hablar de ese Poliziano.
Alegre, atolondrado, voluble ... ¿no es así?
Y poco dado a la reflexión.
Di Broglio. Lejos de eso, querida.
No hay rama, según dicen, de la filosofía
tan abstrusa y profunda que él no haya dominado.
Erudito como pocos lo son.
Alessandra. ¡Eso es muy raro!
He conocido hombres que han visto a Poliziano
y buscado su compañía. Hablan de él
como de alguien que entró locamente en la vida
bebiendo hasta las heces la copa del placer.
Castiglione. ¡Ridículo! Yo vi hace poco a Poliziano
y le conozco bien; ni alegre ni erudito,
es un soñador, y hombre apartado
de las pasiones comunes.
Di Broglio. Hijos, no estamos de acuerdo.
Salgamos a gozar del aire perfumado
del jardín. ¿He soñado o he oído
que Poliziano era un hombre melancólico? [Salen.
Aposento de una dama, con una ventana abierta que da a un jardín. Lalage, profundamente apesadumbrada, leyendo sentada a una mesa en que hay algunos libros y un espejo de mano. En el fondo, Jacinta (una sirvienta) se apoya con descuido en una silla.
Lalage. Jacinta! ¿Eres tú?
Jacinta (con descaro). Sí, señora, aquí estoy.
Lalage. No sabía, Jacinta, que estuvieras lista.
¡Siéntate!, no te moleste mi presencia,
¡siéntate!, pues soy humilde, muy humilde.
Jacinta (aparte). Ya era hora
[Jacinta se sienta de lado en la silla, apoyando los codos en el respaldo y contemplando a su ama con mirada despectiva. Lalage continúa leyendo.
Lalage. "En otro clima, dijo él,
brotó una reluciente flor de oro, ¡pero no en este suelo!"
(Se detiene, pasa algunas hojas y sigue.)
"No duran los inviernos allí, ni la nieve y la lluvia,
"mas, para refrescar siempre a la humanidad, el océano
"alienta con el vocinglero espíritu del viento del oeste."
¡Oh, qué hermoso! ¡hermosísimo! ¡es igual
a lo que mi alma febril sueña del cielo!
¡Tierra feliz! (se detiene) ¡Ha muerto! ¡La doncella ha muerto!
¡Oh doncella feliz, que has podido morir!
Jacinta!
[Jacinta no responde y Lalage continúa de inmediato.
¡Otra vez! ¡Una historia parecida
sobre una hermosa dama de más allá del mar!
Así decía un tal Fernando en el texto del drama:
"Ella murió muy joven", y un tal Bossola le responde:
"No creo que así fuera; su desdicha
"parecía tener ya demasiados años." ¡Ah, dama infortunada!
Jacinta! (Sigue sin responder.)
Hay aquí otro relato, pero mucho más duro
aunque similar, muy similar en su desesperación,
al de la reina aquella egipcia que ganó fácilmente
miles de corazones ... y al final perdió el suyo.
Murió. Así acaba el relato, y sus doncellas
se inclinan sobre ella y lloran, dos gentiles doncellas
de gentiles nombres, ¡Eiros y Charmion!
¡Arco Iris y Paloma! Jacinta!
Jacinta (con descaro). ¿Qué pasa, señora?
Lalage. ¿Quieres, mi buena Jacinta, ser tan amable
de bajar a la biblioteca y traerme
los Santos Evangelios?
Jacinta. ¡Bueno! [Sale.
Lalage. ¡Si hubiera un bálsamo
para el espíritu herido, en Galaad está!
¡Rocío en la hora nocturna de mi pena más acerba
allí se encontrará! ... "Rocío harto más suave que el que cae
cual cadenas de perlas en el monte Hermón."
[Vuelve a entrar Jacinta y tira un libro sobre la mesa.
Jacinta. Aquí está el libro, señora. En verdad es muy molesta.
(Aparte.)
Lalage (asombrada). ¿Qué has dicho, Jacinta? ¿He hecho acaso
algo que te moleste o que te enoje? Lo siento mucho,
pues me has servido mucho tiempo y siempre has sido
digna de confianza y respetuosa. (Se pone de nuevo a leer.)
Jacinta. No puedo creer
que tenga más joyas; no, no; me las dio todas. (Aparte.)
Lalage. ¿Qué has dicho, Jacinta? Ahora pienso
que últimamente no hablas de tu boda.
¿Cómo le va al buen Hugo? ¿Y cuándo va a ser?
¿Puedo hacer algo? ¿No hay ninguna otra ayuda
que necesites, Jacinta?
Jacinta. ¿No hay ninguna otra ayuda?
Eso va por mí. (Aparte). Señora, estoy segura de que no precisáis
estar siempre echándome esas joyas en cara.
Lalage. ¿Joyas? Jacinta ... pues de verdad, Jacinta,
que no estaba pensando en las joyas.
Jacinta. ¡Oh, tal vez no!
Pero podría haberlo jurado. Después de todo,
dice Hugo que el anillo sólo es bisutería,
pues asegura que el conde de Castiglione nunca
le habría dado un diamante de verdad a alguien como vos;
y además estoy segura, señora, de que no podéis
hacer uso de joyas ahora. Pero podría haberlo jurado. [Sale.
[Lalage estalla en llanto y apoya la cabeza en la mesa; tras
breves instantes, la levanta.
Lalage. ¡Pobre Lalage! ¿A esto hemos llegado?
¡Tu sirvienta! Pero ¡valor! ¡no es más que una víbora
a la que has protegido para que te picara el alma!
(Coge el espejo.)
Aquí tienes por fin a un amigo -ay, demasiado amigo
en los días de antaño-, a un amigo que no te va a fallar.
¡Hermoso y fiel espejo!, ahora cuéntame (pues tú puedes hacerlo)
una historia, una bonita historia, y no te importe
que rezume tristeza ... ¡Me responde!
muerta hace Habla de ojos hundidos y mejillas sumidas,
de belleza tiempo; me recuerda
la alegría perdida, la esperanza, ¡la esperanza seráfica
metida en una urna y sepultada! Ahora en un tono
quedo, triste y solemne, pero bien audible,
susurra acerca de la prematura tumba tan pronto abierta
para una doncella destruida. ¡Hermoso y fiel espejo! ¡Tú no mientes!
Tú no tienes ningún fin que alcanzar, ni corazón alguno que romper;
Castiglione mintió al decir que amaba;
tú eres fiel, ¡él es falso! ¡falso! ¡falso!
[Mientras habla entra un monje en su aposento y se acerca sin
ser visto.
Monje. Refugio tienes,
dulce hija, en el cielo. ¡Piensa en cosas eternas!
¡Entrega tu alma a la penitencia, y reza!
Lalage (poniéndose en pie apresuradamente). ¡No puedo rezar!
¡Mi alma está en guerra con Dios!
Los espantosos ruidos de las risas terrenas
perturban mis sentidos; ¡vete!, rezar no puedo.
¡El suave aire del jardín me inquieta!
Tu presencia me aflige. ¡Vete! ¡Tu hábito
me llena de pavor, tu cristo de ébano
de horror y espanto!
Monje. ¡Piensa en tu alma valiosa!
Lalage. ¡Piensa en mis días de antes! ¡Piensa en mi padre
y mi madre en el cielo! ¡En nuestro hogar tranquilo
y en el regato que corría ante su puerta!
¡Piensa en mis hermanitas! ¡Piensa en ellas!
¡Y piensa en mí! ¡En mi leal amor y en mi confianza,
en sus promesas, en mi perdición, piensa, piensa
en mi desdicha indescriptible! ¡Fuera de aquí!
¡Aunque, no, quédate! ¿Qué has dicho de oración
y penitencia? ¿No has hablado de fe
y votos ante el trono?
Monje. Sí, lo he hecho.
Lalage. Está bien.
Hay un voto que valdría la pena hacer,
un voto sacrosanto, imperativo, urgente,
¡un solemne voto!
Monje. ¡Hija, ese celo es bueno!
Lalage. ¡Pues no, padre, este celo es todo menos bueno!
¿Tienes un crucifijo que sirva para ello?
¿Un crucifijo ante el cual hacer constar
este voto sagrado? (Él le tiende el suyo.)
¡Ése no! ¡Oh, no! ¡No! ¡No! (Estremeciéndose.)
¡Ése no! ¡Ése no! ¡Yo te digo, hombre santo,
que tu hábito y tu cruz de ébano me dan miedo!
¡Yo tengo un crucifijo! Creo que el acto, el voto,
el símbolo del acto y su constancia
van a ser dignos de anotarse, ¡padre!
(Saca una daga de empuñadura en forma de cruz y la levanta.)
¡Mira la cruz con la que un voto como el mío
queda escrito en el cielo!
Monje. Tus palabras son locura, hija,
y expresan un propósito profano; tus labios están lívidos,
tus ojos extraviados, ¡no tientes a la ira divina!
¡detente antes de que sea demasiado tarde! ¡oh, no seas osada,
no lo seas! ¡no hagas el juramento! ¡oh, no lo hagas!
Lalage. ¡Hecho está!
Un aposento en un palacio. Poliziano y Baltasar.
Baltasar. ¡Despierta ya, Poliziano!
No debes, no, en verdad, en verdad no debes
entregarte a esos humores. ¡Sé tú mismo!
¡Deja esas vagas fantasías que te acosan
y vive, pues ahora mueres!
Poliziano. ¡No es cierto, Baltasar!
Sin duda, vivo.
Baltasar. Poliziano, me aflige de verdad
verte de este modo.
Poliziano. Baltasar, me aflige de verdad
darte motivos de aflicción, mi honrado amigo.
¡Dame órdenes, señor! ¿Qué quieres que haga?
A instancias tuyas me libraré de esta naturaleza
que heredé de mis antepasados,
que bebí con la leche de mi madre,
y no seré ya Poliziano, sino otro.
¡Dame órdenes, señor!
Baltasar. Al campo, pues, al campo;
al senado o al campo.
Poliziano. ¡Oh! ¡oh!
¡Hay un demonio que h asta alli me seguiría!
¡Hay un demonio que me ha seguido hasta allí!
Hay ... ¿qué voz es ésa?
Baltasar. No la he oído.
No he oído otra voz que la tuya
y el eco de la tuya.
Poliziano. Pues será que soñaba.
Baltasar. No entregues tu alma a sueños: el campo, la corte
son tu sitio, la fama te espera, la gloria te llama
y no oirás su voz de trompeta
mientras oigas ruidos imaginarios
y voces fantasmales.
Poliziano. ¡Es una voz fantasmal!
¿Así que no la has oído?
Baltasar. No la he oído.
Poliziano. ¡No la has oído! Baltasar, no me hables más
de tus campos y cortes a mí, Poliziano.
¡Oh! ¡Estoy hastiado, hastiado, hastiado mortalmente
de las hueras y altisonantes vanidades
de la poblada tierra! ¡Sé paciente conmigo un rato más!
De niños fuin1.os a la escuela juntos
y ahora somos amigos, mas no durará mucho,
pues harás para mí en la ciudad eterna
un encargo amable y gentil, y un poder,
un augusto poder, benévolo y supremo,
te va a absolver entonces del resto de tus deudas
con tu amigo.
Baltasar. Estás diciendo un terrible acertijo
que no quiero entender.
Poliziano. Mas ahora, cuando el hado
se acerca, y es más tenue el aliento de las horas,
las arenas del tiempo truécanse en granos de oro
y me deslumbran, Baltasar. ¡Ay! ¡ay!
yo no puedo morir mientras tenga dentro del corazón
tan vivaz entusiasmo por la hermosa
como en él se ha encendido. Creo que el aire
es ahora más balsámico de lo que lo era antes;
sonoras melodías van flotando en los vientos;
una extraña hermosura engalana la tierra
y la tranquila luna con brillo más sagrado
en el cielo se asienta. ¡Chist! ¡chist! ¿vas a decirme
que no oyes nada ahora, Baltasar?
Baltasar. Es cierto; no oigo nada.
Poliziano. ¡No lo oyes! ¡escucha ahora, escucha el sonido más
tenue
y no obstante el más dulce que jamás se escuchó!
¡Una voz de mujer! ¡Y hay tristeza en su tono!
¡Baltasar, y me oprime lo mismo que un hechizo!
¡Otra vez! ¡otra vez! ¡con qué solemnidad
cae en lo hondo de mi corazón esa voz elocuente
que aunque seguro esté de que nunca la oí, habría sido bueno
que la hubiera oído al menos con sus tonos conmovedores
en mis días jóvenes.
Baltasar. Yo también la oigo ahora.
¡Calla! La voz, si mucho no me engaño,
viene de aquella celosía que puedes ver
con claridad por la ventana; pertenece
¿no es cierto? al palacio del duque.
La que canta se halla sin duda bajo el techo
de su excelencia, y tal vez sea incluso
esa Alessandra de la que habló como
la prometida de Castiglione,
su hijo y heredero.
Poliziano. ¡Calla! ¡Se oye de nuevo!
Voz (muy débilmente)
"¿Y es tu corazón tan fuerte
para abandonarme así,
a mí, que tanto te amé
en el bien y en la aflicción?
¿Y es tu corazón tan fuerte
para abandonarme así?
¡Di que no, di que no!"
Baltasar. La canción es inglesa y la oí muchas veces
en la alegre Inglaterra, nunca con tanta pena;
¡chist! ¡chist! !se oye de nuevo!
Voz (más fuerte)
"¿Es tan fuerte
para abandonarme así,
a mi que tanto te amé
en el bien y en la aflicción?
¿Y es tu corazón tan fuerte
para abandonarme así?
¡Di que no, di que no!"
Baltasar. ¡Ha callado y todo está en silencio!
Poliziano. No todo está en silencio.
Baltasar. Bajemos.
Poliziano. ¡Bajemos, Baltasar, vamos!
Baltasar. Ya se está haciendo tarde ... el duque nos aguarda ...
tu presencia se espera en el salón ...
¿Qué te sucede, conde Poliziano?
Voz (claramente)
"¡A mí que tanto te amé
en el bien y en la aflicción!
¿Y es tu corazón tan fuerte?
¡Di que no! ¡di que no!"
Baltasar. ¡Bajemos! Ya es hora. Desecha, Poliziano,
esas fantasías. Recuerda, te lo ruego
que últimamente has tratado con cierta grosería
al duque. ¡Despierta! ¡y recuerda!
Poliziano. ¿Recordar? Ya lo hago. ¡Adelante! Sí que recuerdo.
(Camina.)
Bajemos. Créeme que daría,
que daría por nada las vastas tierras de mi condado
por ver el rostro oculto tras esa celosía;
"Contemplar ese rostro velado, y oír
otra vez esa lengua silenciosa."
Baltasar. Dejadme rogaros, señor,
que bajéis conmigo; puede ofenderse el duque.
Bajemos, os lo ruego.
Voz (fuerte). ¡Di que no! ¡di que no!
Poliziano (aparte). ¡Extraño! ¡Muy extraño! ¡La voz me pareció
que concordaba con mis deseos y me mandaba quedarme!
(Acercándose a la ventana.)
¡Dulce voz! Te hago caso y sí voy a quedarme.
Por el cielo, sea esto capricho, sea el destino,
no bajaré. Presenta, Baltasar,
en mi lugar al duque mis excusas;
esta noche no bajo.
Baltasar. Se hará como le plazca
a vuestra señoría. Buenas noches, Poliziano.
Poliziano. Buenas noches, amigo, buenas noches.
Los jardines de un palacio; luz de luna. Lalage y Poliziano.
Lalage. ¿Y tú me hablas de amor
a mí, Poliziano? ¿tú hablas de amor
a Lalage? ¡Ah, pobre, pobre de mí!
Tu broma es muy cruel, en verdad muy cruel!
Poliziano. ¡No llores! ¡oh, no solloces así! tus amargas lágrimas
van a volverme loco. ¡Oh, no te lamentes, Lalage,
¡consuélate! Lo sé, todo lo sé,
y sigo hablando de amor. ¡Mírame, radiante
y hermosa Lalage! ¡vuelve aquí tus ojos!
Me preguntas si puedo hablar de amor
sabiendo lo que sé y viendo lo que he visto.
Tú me preguntas eso y te respondo así. ..
así arrodillado te respondo. (Se arrodilla.)
Dulce Lalage, te amo, te amo, te amo,
en el bien y en el mal, en la opulencia y la aflicción, te amo.
Ni una madre con su primer hijo en el regazo
siente amor más intenso que este mío por ti.
Ni en el altar de Dios, en ningún tiempo o clima,
ardió más sacro fuego que el que está ardiendo ahora
por ti aquí en mi espíritu. ¿Que si amo? (Levantándose.)
Hasta por tus pesares te amo, hasta por tus pesares .. .
por tu belleza y tus pesares.
Lalage. ¡Ay, orgulloso conde,
te olvidas de ti mismo al recordarme!
¿Cómo, en los aposentos de tu padre, entre las doncellas
puras e irreprochables de tu estirpe de príncipe,
podrían tolerar a Lalage, la deshonrada?
Tu esposa, de recuerdo mancillado ...
mi nombre consumido y arruinado, ¿cómo podría
cuadrar con los ancestrales honores de tu casa
y con tu gloria?
Poliziano. ¡No me hables de la gloria!
Detesto, odio ese nombre, y aborrezco
esa cosa ideal tan insatisfactoria.
¿No eres tú Lalage y soy yo Poliziano?
¿No amo yo? ¿No eres hermosa tú?
¿Qué más necesitamos? ¡Ah, la gloria! ¡No hables ahora de ella!
Por cuanto considero más sagrado y solemne,
por mis presentes deseos, por mis temores futuros,
por cuanto desdeño ·en la tierra y espero en el cielo,
no hay hazaña en que yo más gloriase
que en mofarme por causa de ti de esa misma gloria
y pisotearla bajo el pie. Qué importa,
qué importa, hermosísima y amada mía,
que nos hundamos deshonrados y olvidados
en el polvo, si nos hundimos juntos.
Juntos hundámonos. Después, después quizá...
Lalage. ¿Por qué no sigues, Poliziano?
Poliziano. Después quizá
nos alcemos juntos, Lalage, y vaguemos
por las estrelladas y serenas moradas de los bienaventurados,
y siempre...
Lalage. ¿Por qué no sigues, Poliziano?
Poliziano. Y siempre juntos, juntos.
Lalage. ¡Bien, conde de Leicester!
Tú me amas, y en lo profundo de mi corazón
siento que me amas de verdad.
Poliziano. ¡Oh, Lalage! (Dejándose caer de rodillas.)
¿Y tú me amas a mí?
Lalage. ¡Chist! ¡calla! en la penumbra
de aquellos árboles creí ver pasar una figura,
una figura solemne y fantasmal, pausada y silenciosa
cual la austera y sombría conciencia, solemne y silenciosa.
(Va hacia allí y vuelve.)
Estaba confundida, no era más que una rama gigantesca
que agitaba el viento del otoño. ¡Poliziano!
Poliziano. ¡Mi Lalage, amor mío! ¿por qué estás asustada?
¿Por qué te has puesto pálida? Ni la misma conciencia,
y menos una sombra con la cual la comparas,
debe inquietar así a un espíritu firme. Pero el viento nocturno
es muy frío, y esas melancólicas ramas
proyectan su penumbra sobre todas las cosas.
Lalage. ¡Poliziano!
Tú me hablas de amor. ¿Conoces esa tierra
que está en boca de todos, una tierra recién descubierta,
descubierta milagrosamente por uno de Génova,
mil leguas más allá del dorado occidente?
¿Una tierra fantástica de flores, sol y frutos,
de lagos cristalinos y de bosques de bóvedas altísimas,
de montañas, en torno a cuyas cumbres descollantes los vientos
del cielo libres fluyen, respirar cuyo aire
ahora es felicidad, y será libertad en el futuro,
en días por venir?
Poliziano. Oh, ¿quieres, quieres tú
huir a aquel paraíso, Lalage mía, quieres
huir allí conmigo? Nuestra preocupación allí será olvidada
y ya no habrá aflicción, y amor lo será todo.
Y será entonces mía la vida, pues viviré
para ti y en tus ojos; y tú ya no tendrás
que lamentarte, pues las radiantes alegrías
estarán a tu alcance, y el ángel esperanza
siempre te asistirá; yo me arrodillaré ante ti,
te adoraré y te llamaré mi amada,
mía, hermosa mía, amor mío, mi esposa,
mi todo; oh, ¿quieres, quieres, Lalage,
huir allí conmigo?
Lalage. Hay que hacer cierta acción,
¡pues Castiglione vive!
Poliziano. ¡Y ha de morir! [Sale.
Lalage (tras una pausa.) ¡Y... ha... de... morir! ¡ay!
¿Castiglione morir? ¿Quién dijo esas palabras?
¿Dónde estoy? ¿qué es lo que he dicho? ¡Poliziano!
¡No te has ido, no te has ido, Poliziano!
Siento que no te has ido, pero no oso mirar
por temor a no verte; no has podido marcharte
con esas palabras en los labios... Oh, háblame,
déjame oír tu voz, una palabra, una palabra
que diga que no te has ido, una breve frase
que diga cuánto desprecias, cuánto aborreces
mi debilidad mujeril. ¡Ah! ¡ah! no te has ido...
¡Oh, háblame! ¡Sabía que no te habrías ido!
Sabía que no te habrías ido, que no podrías, que no osarías irte.
Villano, no te has ido, ¡te mofas de mí!
¡Y te sujeto así... así! Se ha ido, se ha ido...
Ido... ido. ¿Dónde estoy? ¡Está bien... está muy bien!
Que la hoja, pues, esté afilada... que el golpe sea certero;
está bien, está muy bien... ¡ay! ¡ay! [Sale
Las afueras. Poliziano solo.
Poliziano. Esta debilidad se apodera de mí. Me siento desmayado
y me temo que enfermo. ¡No puede ser,
morir antes de haber vivido! ¡Detén, detén tu mano,
oh Azrael, un poco aún! ¡Príncipe de los poderes
de las tinieblas y de la tumba, oh, ten piedad de mí!
¡Oh, ten piedad de mí! ¡No permitas que muera ahora,
en el brotar de mi esperanza paradisíaca!
Concédeme vivir aún ... aún un poco más.
Éste que ruega por su vida es el que ha poco
sólo morir quería ... ¿Qué dice el conde?
Entra Baltasar.
Baltasar. Que no sabiendo de causa de enemistad o disputa
entre el conde Poliziano y él,
rechaza vuestro desafío.
Poliziano. ¿Qué has dicho?
¿Qué respuesta es la que me has traído, buen Baltasar?
¡Con qué exceso de fragancia viene el céfiro
cargado desde aquellas enramadas! ¡Día más hermoso,
o más digno de Italia, no creo
que ojos humanos hayan visto! ¿Qué ha dicho el conde?
Baltasar. Que él, Castiglione, no sabiendo
de enemistad ninguna que exista, ni de causa
de querella entre vuestra señoría y él,
no puede aceptar el desafío.
Poliziano. Es muy cierto...
todo es muy cierto. ¿Cuándo visteis, señor,
cuándo visteis, Baltasar, en la gélida
e ingrata Britania que hace poco dejamos,
un cielo tan sereno como éste, tan libre por completo
de la maligna mancha de las nubes? ¿Y él qué dijo?
Baltasar. Nada más, mi señor, que lo que os he dicho:
El conde Castiglione no piensa pelear,
pues no tiene motivo de querella.
Poliziano. Bueno, es cierto,
es muy cierto. Tú eres mi amigo, Baltasar,
y no lo he olvidado; vas a hacerme
un servicio: ¿quieres volver y decirle
a ese hombre que yo, el conde de Leicester,
lo tengo por villano? Exactamente así, te lo ruego, díselo
al conde; es en extremo justo
que tenga algún motivo de querella.
Baltasar. ¡Señor! ¡amigo mío!
Poliziano (aparte). ¡Es él; él mismo viene! (En voz alta.) Razonas
bien.
Sé qué querías decir; no enviar el mensaje;
¡bien! pensaré en ello; no lo enviaré.
Ahora, te lo ruego, déjame; ahí viene una persona
con quien asuntos de carácter muy privado
quisiera tratar.
Baltasar. Me voy, mañana nos veremos,
¿no es así?, en el Vaticano.
Poliziano. En el Vaticano [Sale Baltasar.
Entra Castiglione
Castiglione. ¡El conde de Leicester aquí!
Poliziano. Soy el conde de Leicester, y ya ves,
¿no es cierto?, que aquí estoy.
Castiglione. Señor, algún extraño
y singular error, algún malentendido
ha surgido sin duda, y te has visto apremiado
de ese modo, en el calor de la ira, a dirigir
unas palabras en extremo inexplicables, por escrito,
a mí, Castiglione, siendo su portador
Baltasar, duque de Surrey. No conozco
nada que pueda justificarte en este tema,
no habiéndote infligido ofensa alguna. ¡Eh! ¿No tengo razón?
¿Fue un error? Sin duda. Todo el mundo
a veces se equivoca.
Poliziano. ¡Desenvaina, villano; no parlotees más!
Castiglione. ¿Qué? ¿desenvaina? ¿y villano? ¡pues en guardia al
instante,
altivo conde! (Desenvaina.)
Poliziano (desenvainando.) ¡Así a la tumba expiatoria,
al sepulcro prematuro te entrego
en nombre de Lalage!
Castiglione (dejando caer su espada y retrocediendo al extremo del
escenario.) ¡De Lalage!
¡Detén tu mano sagrada! ¡Vete, digo!
Vete; no lucharé contigo; en verdad no me atrevo.
Poliziano. ¿No lucharás conmigo has dicho, conde?
¿Me veré así frustrado? Bien está.
¿Has dicho que no te atrevías? ¡Eh!
Castiglione. No me atrevo, no me atrevo.
Contén tu mano; con ese amado nombre
tan fresco aún en tus labios no lucharé contigo;
no puedo; no me atrevo.
Poliziano. ¡Pues por lo más sagrado
te creo! ¡Sí, cobarde, te creo!
Castiglione. ¡Qué! ¡cobarde! ¡eso no puede ser! (Aferra su
espada y se lanza contra Poliziano, pero su intención cambia
antes de alcanzarle y cae de rodillas a los pies del conde.)
¡Ay, mi señor,
qué gran verdad es ésa! En tal asunto
soy el mayor cobarde. ¡Tened piedad de mí!
Poliziano (muy ablandado). ¡Ay! cierto que la tengo.
Castiglione. Y Lalage ...
Poliziano. ¡Bribón! ¡Ponte en pie y muere!
Castiglione. No tenía por qué ser así... así... Oh, déjame morir
de rodillas, así. Sería más apropiado
que pereciera en esta profunda humillación,
ya que en la lucha no alzaré una mano
contra ti, conde de Leicester. Hiere a fondo ...
(Descubriendo su pecho.)
No hay aquí impedimento ni obstáculo a tu arma;
hiere a fondo. No lucharé contigo.
Poliziano. ¡Muerte e infierno!
¿No me siento profunda, fuertemente tentado
a aceptar tu palabra? ¡Pero, señor, escúchame!
No creas que así vas a huir de mí. Prepárate
al insulto público por las calles, ante
los ojos de los ciudadanos. Te seguiré
como un espíritu vengador, te seguiré
incluso hasta la muerte. Ante aquellos que amas,
ante toda Roma me mofaré, villano, me mofaré de ti,
¿me oyes?, por tu cobardía. ¿No lucharás conmigo?
¡Mientes! ¡Lo harás! [Sale.
Castiglione. ¡En verdad, esto es justo!
¡Es muy recto y muy justo, oh cielo vengador!
USO DE COOKIES
Utilizamos cookies propias y de terceros con fines estadÃsticos y para mejorar la experiencia de navegación. Al continuar con la navegación, entendemos que aceptas su uso.
Puedes obtener más información y conocer cómo cambiar la configuración en nuestra
PolÃtica de cookies