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¡Oh, Tempora! ¡Oh, Mores!

1. ¡Oh, Tempora! ¡Oh, Mores!

¡Oh tiempos!, ¡oh costumbres! Es opinión mía

que, funestamente, estás mutando tu soberanía;

quiero decir que el reino de los modales acabó hace mucho

pues ninguno en absoluto tienen los hombres, o solo malos;

y en cuanto a los tiempos, aunque para muchos

los «buenos y viejos tiempos» fueron de lejos los peores

—cabal doctrina esta con la que convengo totalmente—

pensando que los nuestros un poco peores son.

 

He estado meditando —¿acaso no es esta la expresión?,

pues adoro vuestras expresiones yanquis y vuestros yanquis modos—,

he estado meditando si fuera mejor

tomarse las cosas en serio o como chanza todo,

si, como el ceñudo Heráclito de antaño,

llorar, como hizo, hasta que se irriten los ojos,

o bien reír, como aquel excéntrico filósofo,

Demócrito de Tracia, quien solía pasar

las páginas de la vida y burlarse de sus dobleces,

como si dijera: «¿A quién demonios importa?».

 

¡Esta es una cuestión que, oh cielos,

de sus garras alejó la infortunada duda!

En lugar de dos caras tiene Job, al menos, ocho,

y cada una nos proporcionaría cuatro horas de disputa.

(¿Qué hacer? Lo pondré sobre la mesa,

y retomaré el asunto cuando me sienta más capaz;

y, mientras tanto, para evitar toda molestia,

ni reiré con unos ni lloraré con otros

tampoco me desharé en halagos ni lanzaré calumnias

sino que, sopesando unos y otras, solo refunfuñaré. 

 

¡Ah, amigo mío!, dice refunfuñar, y te pregunto, ¿ante qué?

Pues, en verdad, señor —casi lo había olvidado—,

mas, maldita sea, señor, estimo como desgracia '

que descaradamente nos miren a la cara

y que a diario se pavoneen con sus contoneos

quienes pretenden ser hombres pero imitan a los simios.

Te pido disculpas, lector, por el denuesto,

pues los simios me provocan jurar, y aun algo renuente,

soy capaz de mostrarme razonable, en mi estilo,

pero te ruego paciencia; en breves momentos

mudaré, y, como hacen los políticos,

corregiré mis modales y mis modelos también.

 

De todas las ciudades —y no son pocas las que conozco,

pues he viajado tanto como tú, amigo mío—no

recuerdo ni una sola, puedo jurarlo,

más bien veo, generalmente, la totalidad

(pues como dicen aquellos que pretenden se aprecie la lógica,

si dividimos, damos oportunidad a la fractura),

tan conveniente, agradable y enormemente idónea

como lo es para un aseado y vivaraz calculista;

puede que se dé a la jarana para alegría de su corazón,

que se muestre como pez en su propio elemento,

que aparte de su tersa frente sus rizos delicados,

que tome el escenario con aires de Vestris,

que termine de noche lo que comenzó de mañana,

y que tras haber engañado a las damas, baile con ellas,

pues, en el baile, ¡qué hermosa mujer puede escapar

a la pequeña mano que le vendió su cinta,

o quién tan fría y tan dura que rechazase

al joven que cortó la cinta para sus zapatos!

 

A uno de esos pájaros, petimetre par excellence,

que Dios me asista, fue mi sino conocer,

de vista a lo menos, pues soy hombre tímido

y contengo siempre que puedo la risa;

mas hablad con él, y, ¡oh Señor!, hará tales mohínes

que mantenerse impertérrito supera la fuerza del rostro.

Los corazones de todas las mujeres se le rendirán

sus ojos brillantes, bajo el ala de su sombrero Tom y Jerry,

y su frac, comprado a precio de coste, pues

tales ojos no apuntarán a nada que hombre no sea.

 

Su misma voz es musical deleite,

su porte, una vez apreciado, es parte de lo visto;

en suma, el cuello de la camisa, su apariencia, su tono,

es el «beau ideal» imaginado para Adonis.

Los filósofos han mantenido, con frecuencia, la controversia

sobre el lugar del pensamiento en hombre y en bruto;

pues que el poder del pensamiento asiste a este,

mi amigo, el petimetre, lo ha hecho asunto aceptado,

y a pesar de todos los dogmas de todos los tiempos,

un hecho aceptado es mejor que una decena de sabios.

 

Pues él piensa, aunque a menudo dude yo

si puede decirse sobre qué.

¡Ah, sí! Su pie pequeño y su tobillo delicado,

ahí es donde tiene asiento, en él, la razón;

podría sacudir su cabeza un sabio filósofo,

él, por supuesto, sacudiría su pie.

A mí, por venganza, se me sacudirá tal pie

—otra prueba de pensamiento, no es error—

porque ante sus ojos gatunos sostengo un espejo

para que pueda verse, ¡un auténtico pollino!

Creo que aceptará esta semblanza suya,

mas si no lo hace, que debería, estúpido elfo,

para que la adivinanza no le cause espasmos,

terminaré el retrato con su nombre: Prrrs.

 

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