Durante mi primera juventud los hados
me condujeron, del ancho mundo, a frecuentar
un paraje que no pude sino amar;
tan apacible era la soledad
de un desierto lago, con perfil de rocas negras
y altos pinos que en torno se alzaban.
Mas cuando la Noche extendía su manto
sobre el paraje y sobre todo,
y un viento místico iba dejando,
como murmullo, su melodía,
entonces, oh entonces, se despertaba en mí
el temor del solitario lago.
Aquel temor no era un escalofrío,
sino trémulo goce, un sentimiento
que ni una mina de piedras preciosas_
podría enseñarme o forzarme a definir,
tampoco el Amor, aunque fuese tu Amor.
La muerte habitaba en tal venenosa ola,
y en su seno se erigía la tumba
destinada a aquel que solaz pudiera extraer
de su solitaria imaginación,
a aquel cuya alma solitaria hiciera
de tal oscuro lago un Edén.
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