La romanza, para quien guste cabecear y cantar,
con la cabeza somnolienta y las alas recogidas,
entre las hojas verdes que se estremecen
muy en el fondo de un lago sombrío;
para mí, un polícromo periquito
un demonio familiar había sido,
quien me enseñó a decir el alfabeto,
a balbucear mis más tempranas palabras,
mientras yacía yo en el áspero bosque,
un niño con la más inteligente mirada.
Desde entonces, los eternos años del Cóndor
sacuden el mismo Cielo en sus alturas
con un tumulto, cuando lo cruzan,
y no tengo tiempo para los inútiles cuidados
propios de alzar los ojos hacia el inquieto cielo.
Y cuando la hora de las más calmas alas
se cierne, mi espíritu se revuelve;
ese corto tiempo de lira y verso
se aleja, ¡cosas prohibidas!
Mi corazón lo sentiría como un crimen
a menos que temblase con las cuerdas.
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