No ha mucho, el autor de estos versos
con demente soberbia de intelectualidad
defendía «el poder de las palabras» y negaba
que pensamiento alguno aflorara de la mente humana
ajeno de la prolación de la lengua humana;
y ahora, como befa de tal jactancia,
dos palabras, dos dulces bisílabos extranjeros,
sonidos italianos hechos solo para ser susurrados
por ángeles que soñasen con el lustroso «rocío
que, pende, cual cuentas de perlas, sobre el monte Hermón»
han agitado desde los abismos de su corazón
no pensados pensamientos que son médulas del pensamiento,
visiones más fértiles, mucho más extrañas y más divinas
que incluso las que a Israfel, el serafín arpista
(que tiene «la voz más dulce de entre todas las criaturas de Dios»),
le cupo la esperanza de expresar. ¡Y a mí! Se han quebrado mis hechizos.
La pluma cae exangüe de mi mano estremecida.
En tu caro nombre como texto, siquiera enunciado,
no puedo escribir, no puedo hablar ni pensar,
¡ay de mí!, no puedo sentir, pues esto no es sentir,
no lo es esta permanente quietud ante el dorado
umbral de la cancela de los sueños, abierta,
mientras vislumbro, extasiado, un magnífico panorama,
y me estremezco cuando, a derecha,
a izquierda, a lo largo de todo el camino,
entre brumas purpúreas, lejos,
donde termina el paisaje, te veo, solo a ti.
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