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A Marie Louise

1. A Marie Louise

No ha mucho, el autor de estos versos

con demente soberbia de intelectualidad

defendía «el poder de las palabras» y negaba

que pensamiento alguno aflorara de la mente humana

ajeno de la prolación de la lengua humana;

y ahora, como befa de tal jactancia,

dos palabras, dos dulces bisílabos extranjeros,

sonidos italianos hechos solo para ser susurrados

por ángeles que soñasen con el lustroso «rocío

que, pende, cual cuentas de perlas, sobre el monte Hermón»

han agitado desde los abismos de su corazón

no pensados pensamientos que son médulas del pensamiento,

visiones más fértiles, mucho más extrañas y más divinas

que incluso las que a Israfel, el serafín arpista

(que tiene «la voz más dulce de entre todas las criaturas de Dios»),

le cupo la esperanza de expresar. ¡Y a mí! Se han quebrado mis hechizos.

La pluma cae exangüe de mi mano estremecida.

En tu caro nombre como texto, siquiera enunciado,

no puedo escribir, no puedo hablar ni pensar,

¡ay de mí!, no puedo sentir, pues esto no es sentir,

no lo es esta permanente quietud ante el dorado

umbral de la cancela de los sueños, abierta,

mientras vislumbro, extasiado, un magnífico panorama,

y me estremezco cuando, a derecha,

a izquierda, a lo largo de todo el camino,

entre brumas purpúreas, lejos,

donde termina el paisaje, te veo, solo a ti.

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