Te vi una vez –una vez solo– hace años,
no diré cuántos, pero no hace muchos.
Fue una medianoche de julio, y de una luna
llena que, como tu alma misma, al elevarse,
aspirase hallar la senda precisa en el cielo,
se deslizó un velo de luz -seda y plata-,
pausado, sofocante, adormecedor,
sobre los altivos rostros de mil rosas
que crecían en un jardín encantado,
donde viento alguno a moverse se atrevía sino de puntillas;
se deslizó sobre los altivos rostros de estas rosas
que, en correspondencia de amorosa luz, rindieron
sus almas fragantes, en extática muerte;
se deslizó sobre los altivos rostros de estas rosas
que sonrieron y perecieron en su parterre, hechizadas
por ti y por la poesía de tu presencia.
Vestida toda de blanco, sobre una loma violeta,
te vi, casi recostada, mientras la luna
se deslizaba sobre los altivos rostros de las rosas,
y sobre el tuyo, altivo, ¡ay!, en tu tristeza.
¿Acaso no fue el Hado, aquella medianoche de julio,
acaso no fue el Hado –de nombre también Tristeza–
quien me movió a detenerme ante la cancela del jardín,
a aspirar el incienso de aquellas rosas dormidas?
Ninguna huella se percibía; el mundo abominable, todo, dormía,
salvo tú y yo. (¡Oh, Cielo; oh, Dios!
¡Cómo, al unir dos palabras tales, palpita mi corazón!)
Salvo tú y yo. Me detuve y contemplé,
y, en un instante, desaparecieron todas las cosas.
(¡Ah, recuerda que era un jardín encantado!)
Desapareció el fulgor aljofarado de la luna,
las lomas musgosas y los tortuosos senderos,
las flores felices y los afligidos árboles,
desaparecieron; los mismos efluvios de las rosas
en brazos de idólatras aires murieron.
Todo, salvo tú, todo expiró, salvo parte de ti,
salvo la luz divina de tus ojos,
salvo el alma en tus elevados ojos.
Nada salvo ellos aprecié: eran, para mí, el mundo.
Nada salvo ellos aprecié, solo ellos, horas y horas,
solo ellos, hasta que descendió la luna.
¡Qué apasionadas historias parecían estar escritas
sobre aquellas cristalinas, celestiales esferas!
¡Cuán oscura aflicción! ¡Cuán sublime esperanza!
¡Cuán silentemente sereno el mar del orgullo!
¡Cuán osada ambición!, ¡y cuán profunda,
cuán impenetrable capacidad para amar!
Mas ahora, finalmente, Diana querida se ocultó
entre nubes de tormenta, en un lecho de poniente;
y tú, un espectro, entre árboles que te sepultaban,
te escapaste. Solo tus ojos permanecieron.
No se fueron; aún no se han ido.
Iluminaron mi solitario camino a casa, aquella noche,
y, como mis esperanzas, desde entonces no me han abandonado.
Me siguen, me guían a través de los años.
Son mis ministros, y yo, su esclavo.
Oficio suyo es el de iluminar e inflamar
mi deber, ser salvado gracias a su luz brillante,
purificado por su eléctrico fuego,
santificado por su elíseo fuego.
Ellos colman mi alma de Belleza, que es esperanza,
allá, en el Cielo, residen, astros ante los que
me postro durante mis tristes y silentes vigilias nocturnas,
e incluso en la meridiana luz del día
sigo viéndolos: ¡Dos dulcemente centelleantes
Venus que ni siquiera el Sol extingue!
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