Cerrar navegación En

A Helen Whitman

1. A Helen Whitman

Te vi una vez –una vez solo–  hace años,

no diré cuántos, pero no hace muchos.

Fue una medianoche de julio, y de una luna

llena que, como tu alma misma, al elevarse,

aspirase hallar la senda precisa en el cielo,

se deslizó un velo de luz -seda y plata-,

pausado, sofocante, adormecedor,

sobre los altivos rostros de mil rosas

que crecían en un jardín encantado,

donde viento alguno a moverse se atrevía sino de puntillas;

se deslizó sobre los altivos rostros de estas rosas

que, en correspondencia de amorosa luz, rindieron

sus almas fragantes, en extática muerte;

se deslizó sobre los altivos rostros de estas rosas

que sonrieron y perecieron en su parterre, hechizadas

por ti y por la poesía de tu presencia.

 

Vestida toda de blanco, sobre una loma violeta,

te vi, casi recostada, mientras la luna

se deslizaba sobre los altivos rostros de las rosas,

y sobre el tuyo, altivo, ¡ay!, en tu tristeza.

 

¿Acaso no fue el Hado, aquella medianoche de julio,

acaso no fue el Hado –de nombre también Tristeza–

quien me movió a detenerme ante la cancela del jardín,

a aspirar el incienso de aquellas rosas dormidas?

Ninguna huella se percibía; el mundo abominable, todo, dormía,

salvo tú y yo. (¡Oh, Cielo; oh, Dios!

¡Cómo, al unir dos palabras tales, palpita mi corazón!)

Salvo tú y yo. Me detuve y contemplé,

y, en un instante, desaparecieron todas las cosas.

(¡Ah, recuerda que era un jardín encantado!)

Desapareció el fulgor aljofarado de la luna,

las lomas musgosas y los tortuosos senderos,

las flores felices y los afligidos árboles,

desaparecieron; los mismos efluvios de las rosas

en brazos de idólatras aires murieron.

Todo, salvo tú, todo expiró, salvo parte de ti,

salvo la luz divina de tus ojos,

salvo el alma en tus elevados ojos.

Nada salvo ellos aprecié: eran, para mí, el mundo.

Nada salvo ellos aprecié, solo ellos, horas y horas,

solo ellos, hasta que descendió la luna.

¡Qué apasionadas historias parecían estar escritas

sobre aquellas cristalinas, celestiales esferas!

¡Cuán oscura aflicción! ¡Cuán sublime esperanza!

¡Cuán silentemente sereno el mar del orgullo!

¡Cuán osada ambición!, ¡y cuán profunda,

cuán impenetrable capacidad para amar!

 

Mas ahora, finalmente, Diana querida se ocultó

entre nubes de tormenta, en un lecho de poniente;

y tú, un espectro, entre árboles que te sepultaban,

te escapaste. Solo tus ojos permanecieron.

No se fueron; aún no se han ido.

Iluminaron mi solitario camino a casa, aquella noche,

y, como mis esperanzas, desde entonces no me han abandonado.

Me siguen, me guían a través de los años.

Son mis ministros, y yo, su esclavo.

Oficio suyo es el de iluminar e inflamar

mi deber, ser salvado gracias a su luz brillante,

purificado por su eléctrico fuego,

santificado por su elíseo fuego.

Ellos colman mi alma de Belleza, que es esperanza,

allá, en el Cielo, residen, astros ante los que

me postro durante mis tristes y silentes vigilias nocturnas,

e incluso en la meridiana luz del día

sigo viéndolos: ¡Dos dulcemente centelleantes

Venus que ni siquiera el Sol extingue!

USO DE COOKIES Utilizamos cookies propias y de terceros con fines estadísticos y para mejorar la experiencia de navegación. Al continuar con la navegación, entendemos que aceptas su uso.
Puedes obtener más información y conocer cómo cambiar la configuración en nuestra Política de cookies

Lo entiendo