Lejano, lejano,
lejano, tan lejano al menos
como el día se halla
del áureo Levante.
¿Acaso todas las cosas bellas
no se hallan lejos, lejos?
Se le llama el Valle de Nis.
Y en un relato sirio
que por ahí anda, y que el tiempo
nunca interpretará, se trata de
algo sobre el venablo de Satán
algo sobre las alas del ángel,
mucho sobre un corazón roto
Y todo sobre cosas infelices;
pero al Valle de Nis mejor
llamarle «el Valle de la Inquietud».
En otro tiempo sonreía un silencioso valle
en el que ya no moraba la gente
pues habían marchado a las guerras;
las estrellas, pérfidas y misteriosas,
con elocuente semblante
se recostaban sobre las indefensas flores·
los rayos del sol se filtraban, rojos,
entre los tulipanes;
y, entonces, empalidecían cual cayeran
sobre el sosegado Asfódelo.
Ahora, el infeliz no otra cosa
reconocerá sino la quietud;
Helen, como ojo humano
aquí yacen las turbadas violetas,
la suave hierba se mece
sobre la antigua tumba olvidada,
Y una a una, de la copa del árbol,
caen gotas de un eterno rocío·
allí, los árboles, indolentes, soñadores,
se retuercen como mar agitado por Bóreas
en las tempestuosas Hébridas;
allí, magníficas nubes pasan,
con susurro eterno,
por un cielo de terror herido
deslizándose cual catarata
sobre el ígneo límite del horizonte;
allí, la luna resplandece, de noche,
con la más variable luz·
allí, el sol durante el día, como péndulo
se mueve sobre las colinas y más allá.
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