Ahora es (así lo proclama la sublime luna)
una medianoche del dulce mes de junio,
cuando las aladas visiones gustan aquietarse,
ociosas, sobre los ojos de la belleza,
o, aún peor, sobre su rostro, y danzan,
con la panoplia de una antigua historia,
hasta que pensamiento y cadenas se desvanecen, ¡ay!,
una guedeja nunca desenredada.
Una oscura nebulosa de rocío
resbala desde tal áurea orilla;
grises torreones se convierten en polvo,
la niebla abraza su seno,
tal que Leteo, ¡ved!, el lago
parece rendido en consciente somnolencia
y por nada del mundo querría despertar:
el romero duerme sobre la tumba,
el lirio se inclina sobre la ola,
y un millón de brillantes pinos se mecen,
arrullan con su canción de cuna
al roble solitario, que se mueve con deleite
y hace una reverencia al oscuro abismo.
¡Toda la Belleza duerme! ¡Ahí yace
con sus escotillas abiertas hacia el cielo,
Irene, con sus Destinos!
Así susurra la luna en su oído,
¡oh dulce dama! ¿Cómo aquí arribaste?
«¡Extraños son tus párpados y extraño tu vestido
Y extraña la gloriosa altura de los árboles!
¡Seguro que arribaste desde remotos mares,
admiración de nuestros solitarios bosques!
Un suave viento con decisión quiso
abrir esta ventana a la noche,
¡y las inquietas corrientes, desde las copas de los árboles
atraviesan, con sonrisas, las celosías o es,
Y flamean este dosel carmesí
como un estandarte sobre tus durmientes ojos!
¡Dama, despierta! ¡Despierta, dama!
¡Por amor del sagrado Jesús!
¡Pues extraña y temerosamente, en esta cámara
mis tiznadas sombras se alzan y desvanecen!».
Duerme la dama, y todos los muertos duermen
al menos, en tanto el Amor se lamenta:
extasiado, el espíritu gusta aquietarse
mientras lagrimas brotan de la memoria
mas, pasadas una o dos semanas,
cuando la luz burlona la vista fucila,
indignada desde la tumba el camino
toma, hacia aquel rememorado lago
en que, a menudo, en vida, con amigos,
se zambulló en su puro elemento,
Y allí, sobre la no hollada hierba,
coronadas sus lucientes sienes
con flores que hablan (¡ah, escúchalas!)
a los vientos nocturnos mientras pasan,
«¡mirad!, mirad!».
Mira por un instante, antes de que desaparezca
en las aguas cristalinas que corren
Y se suma, por el peso de la angustia,
en este extraño y oscuro cielo inferior.
¡La dama duerme! ¡Oh, sea su sueño,
que se prolonga, profundo!
Que gélidos vermes no se deslicen sobre ella
ruego a Dios que yazga siempre
con tan plácidos ojos,
que la cámara mute en más sagrada,
y el lecho, en más melancólico.
Lejos en el bosque anciano y oscuro
se descubre, para ella, una majestuosa cripta,
a cuya cancela ella había lanzado,
en su infancia, más de un inútil guijarro;
una tumba donde a menudo ondeaban
las negras ensenas del alado vampiro,
que se agitan, triunfantes, sobre los palios
de sus ancianas exequias familiares.
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