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Algunos secretos sobre la prisión de las revistas

Algunos Secretos sobre la Prisión de las Revistas

La falta de una Ley Internacional de Derechos de Autor, que hace poco menos que imposible obtener nada de los libreros a modo de remuneración por la labor literaria, ha tenido el efecto de forzar a muchos de nuestros mejores escritores a entrar al servicio de revistas y gacetas, y esto, con una pertinacia que dice mucho a su favor, mantiene vivo en mayor o menor grado el viejo dicho de que hasta en el ingrato campo de las letras el bracero merece su jornal. Cómo, a fuerza de qué porfiado instinto de lo que es honrado y apropiado, estas publicaciones han logrado persistir en sus prácticas de pago ante la oposición de los Fosters y los Leonard Scots, que por ocho dólares suministran durante todo un año a cuatro de las cabeceras británicas, es un punto que hemos tenido gran dificultad de resolver a satisfacción nuestra, y nos hemos visto obligados a resolverlo, finalmente, en base a algo tan poco razonable como es la existencia, aún, de un persistente esprit de patrie1. Que las revistas puedan sobrevivir, y no solo sobrevivir sino prosperar, y no solo prosperar sino desembolsar dinero para pagar los originales de sus colaboradores, son hechos que solo se pueden resolver, en las circunstancias presentes, por la suposición realmente fantástica, pero aun así agradable, de que en algún sitio existe todavía una brasa no del todo apagada entre los fuegos de la buena disposición hacia las letras y los hombres de letras que en tiempos insuflaron el pecho americano.

         No serviría (quizá sea esta la idea) dejar a los pobres diablos de nuestros autores morirse completamente de hambre, mientras que nosotros engordamos, en sentido literario, a partir de lo que robamos sin sonrojo de los bolsillos de toda Europa: no sería exactamente comme il faut2 permitir una rotunda atrocidad de este tipo; y de aquí que tengamos las revistas, y de aquí que tengamos una parte del público que se suscribe a esas revistas (por mera misericordia), y de aquí que tengamos editores de revistas (que a veces adoptan el doble título de «director y propietario»); editores, decimos, que, bajo ciertas condiciones de buena conducta, ocasionales bombos y un continuo servilismo, hacen que sea una cuestión de conciencia animar al autor, ese pobre diablo, con un dólar o dos, siempre que se comporte más o menos como es debido y se abstenga de la indecente costumbre de hacer ascos.

Esperamos, sin embargo, no tener tantos prejuicios o ser tan rencorosos como para insinuar que lo que ciertamente parece tacañería por parte de ellos (los editores de las revistas) sea en realidad una tacañería que se les pueda atribuir. En realidad, se verá de inmediato que lo que hemos dicho tiende a apuntar en la dirección contraria de esa acusación. Estos editores pagan algo; otros editores, nada. Aquí hay sin duda una diferencia, aunque un matemático pudiera sostener que la diferencia podría ser infinitesimalmente pequeña. Con todo, estos directores y propietarios de revistas pagan (esta es la palabra), y ese pobre diablo, el autor, ha de recibir con agradecimiento los más pequeños favores. No: la tacañería está del lado del público guiado por demagogos, que aceptan que sus delegados designados (o tal vez resignados, no sabemos) insulten su sentido común (el del público) haciendo discursos en nuestros salones nacionales sobre la belleza y conveniencia de ser salteadores de caminos de la Europa literaria, y sobre el total disparate en especial de admitir un principio tan carente de principios de que un hombre tenga derecho y potestad sobre su cerebro o sobre el endeble material que escoja hilar a partir de él, como la confundida oruga que es. Si hay algo que requiera protección en este tipo que teje telarañas, ¿por qué tenemos las manos llenas al mismo tiempo de gusanos de seda y el morus multicaulis3?

         Pero si en estas circunstancias no podemos quejarnos de la absoluta tacañería de los editores de las revistas (puesto que pagar pagan), hay al menos un particular sobre el que tenemos buena base para acusarlos. Por qué (ya que tiene que pagar) no pagan de buen talante y pronto. Si en este momento estuviésemos malhumorados, podríamos contra una historia que pondría los pelos de punta a Shylock. A un joven autor, luchando con la desesperación que había adquirido la forma de una espantosa pobreza, que nada mitiga ni goza de la compasión de un mundo cotidiano incapaz de entender sus necesidades, y que fingiría que no las entiende aunque las comprendiera perfectamente, a este joven autor se le solicita que redacte un artículo, por el que será «pagado espléndidamente». Embelesado, descuida durante un mes quizá el único empleo que le permite la oportunidad de ganarse la vida, y tras haberse muerto de hambre todo ese mes (él y su familia) completa finalmente el mes de pasar hambre y el artículo, y despacha este (con una indicación inconfundible acerca de la primera) al «director» avaro y «propietario» insoportable que ha condescendido a hacerle el honor (al pobre diablo) de su mecenazgo. Pasa un mes (aún muerto de hambre), y no hay respuesta. Otro mes, y aún nada. Una segunda carta, dando a entender modestamente que tal vez el articulo no haya llegado a su destino, y todavía sin respuesta. Cuando expira el plazo de seis meses más, se acude en persona a la oficina del «director y propietario». Vuelva otro día. El pobre diablo se marcha, y efectivamente vuelve otro día. Vuelva otro día, de nuevo; y vuelva otro día es lo que se le dice durante tres o cuatro meses más. Agotada su paciencia, pide el artículo. No, no se lo pueden dar (la verdad es que era demasiado bueno como para soltarlo, así como cualquier cosa), «está en la imprenta», y las colaboraciones de este tipo nunca se abonan (es la norma que tenemos) antes de los seis meses posteriores a la publicación. Vuelva seis meses después de que salga lo suyo, y tendremos preparado su dinero sin retraso (pues somos empresarios, nosotros). Con esto queda conforme el pobre diablo, y decide que el «director y propietario» es un caballero, y que por supuesto él (el pobre diablo) aguardará como se le dice. Y es de suponer que habría aguardado de haber podido, pero la Muerte no lo hizo entretanto. Muere, y con la buena suerte de su deceso (producido por inanición) el gordo «director y propietario» engorda en adelante, y para siempre, la cantidad de cinco dólares y veinte centavos, que ha ahorrado muy hábilmente y que podrá gastar con munificencia en patos al horno y en champán.

         Hay dos cosas que esperamos que no haga el lector, mientras echa un vistazo a este artículo: primero, esperamos que no crea que escribimos a partir de ninguna experiencia personal propia, pues solo disponemos, y dependemos de ello, de las informaciones de personas que realmente lo han sufrido; y segundo, que no aplique personalmente nuestros comentarios a

ningún editor de revistas de la actualidad, pues es bien sabido que todos sobresalen por su generosidad y urbanidad, así como por su inteligencia y por su reconocimiento del genio.

 

 

Broadway ]ournal, 15 de febrero de 1845

 

 

Notas

l. «Espíritu patriótico». en francés.

2. «Como debe ser», en francés.

3. La morera.

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