PARTE I
¡Oh, nada terrenal salvo el rayo
(retornado desde las flores) de la mirada de la Belleza,
como en aquellos jardines en que el día
emana desde gemas de Circasia!;
¡oh nada terrenal salvo el temblor
melódico del arroyo en el bosque,
o (música de corazones henchidos de pasión)
la voz de la alegría, tan sosegada
que como el rumor en la caracola,
su eco se perpetúa y se perpetuará!;
¡oh, nada de este poso nuestro
sino la Belleza toda, las flores todas.
que escuchan nuestro amor, engalanan nuestras glorietas
y ornan tu lejano mundo, tan lejano,
errante estrella!
Ameno tiempo fue para Nésace, pues allí
su mundo sereno se extendía sobre áureo aire,
próximo a cuatro soles brillantes –temporal sosiego–,
un oasis en el desierto de la bienaventuranza.
Lejos, lejos, rodeada de mares de rayos que agitan
su empíreo esplendor sobre el alma encadenada,
el alma que apenas puede, en tan denso oleaje,
aspirar a la eminencia de su destino,
a las lejanas esferas que, en ocasiones, domeñaba,
y por último, a la nuestra, la favorita de Dios.
Pero ahora, la soberana de un reino ancorado
se desprende del cetro, abandona el yelmo
y envuelta en incienso y elevados himnos espirituales
en cuádruple luz purifica sus angélicos miembros.
Más feliz y amada, ahora, ahí, en ameno lugar,
donde, en nacimiento, se dio la «Idea de la Belleza»
(derramada en guirnaldas, a través de sobrecogidos astros,
tal que cabello de mujer ornado de perlas, hasta que, lejos,
sobre colinas aqueas, se posó, y allí mora),
miró hacia el Infinito y se postró.
Nubes cerradas, como dosel, sobre ella ondean,
acuñan los emblemas del modelo de su mundo,
en belleza visibles, y no vedan la visión
de otra belleza, aquella que resplandece con la luz,
una trenza que alrededor de toda forma estelar se ensortija,
y que en color envolvía el aire opalino todo.
Con premura se postró ella en un lecho
de flores, de lirios como los que alzaban su cabeza
sobre el majestuoso Cabo Deucato y brotaban,
con anhelo tal, en torno, y prendían
sobre las etéreas huellas -profundo orgullo de
aquella que a un mortal amó y murió por ello.
La seláfica, que con las jóvenes abejas florecía,
alzaba su tallo púrpura en torno sus rodillas,
y una flor brillante, mal llamada de Trebisonda,
que en las más altas estrellas mora, donde antaño humilló
cualquiera otra belleza, su melifluo rocío
(el legendario néctar que saboreó el ateo),
dulce hasta el deliquio, se derramó del Cielo,
y cayó sobre los jardines de los que absueltos
no fueron en Trebisonda, y sobre una flor solar,
tan semejante a la suya que, todavía ahora,
permanece, torturando a la abeja
con la locura, con inusitado ensueño:
en el Cielo, y en todo su contorno, hoja
y flor de feérica planta con pesar,
desconsoladas, se afligen, con el pesar que de su cabeza
prende, arrepentida de locuras hace mucho olvidadas,
y alza su blanco pecho al balsámico aire,
tal la belleza culpable, purificada y más bella.
La nyctanthes, asimismo, tan sagrada como la luz
que teme perfumar, la noche perfuma;
y Clitia, quien mucho al sol vigilara,
mientras que, por sus pétalos abajo, las lágrimas corrían,
pues ambiciosa flor nacida de la tierra fue,
y murió, apenas coronado o su nacimiento,
al quebrarse su aromático corazón como espíritu
que, desde el jardín de un rey, al Cielo volara;
y la vallisneria que se zafó
de luchar con las aguas del Ródano;
¡y tú muy adorable perfume púrpura, Zante!
Isola d'oro! ¡Fior di Levante!
Y el botón del nelumbo que por siempre flota
con el Cupido indio río sagrado abajo;
¡bellas, feéricas flores!, para cuyo cuidado concedido
fueportar, entre aromas, hasta el Cielo, la canción de la Diosa:
«¡Espíritu que moras donde,
en el profundo cielo,
lo terrible y lo bello
rivalizan en belleza!
Más allá de la línea del azul,
del confín del astro
que gira a la vista
de tu barrera y barrotes,
de la barrera sobrepasada
por los cometas que, expulsados
de su orgullo y de su trono,
fueron siervos hasta el final,
fueron los portadores del fuego
(el rojo fuego de su corazón)
con presteza que nunca desfallece
y con dolor que nunca desaparecerá;
tú que vives –lo sabemos– en
la eternidad –lo sentimos–,
mas la sombra de la frente,
¡qué espíritu la revelará?
Aunque los seres a quienes tu Nésace,
tu mensajera, ha conocido,
han soñado tu infinitud
como modelo para sí mismos,
¡tu voluntad se ha consumado, oh Dios!
La estrella surcó en lo alto,
a través de muchas tempestades, mas surcó
bajo tu ardiente mirada;
y aquí, en pensamiento, a ti
–en pensamiento que solo puede
ascender hasta tu imperio y, así,
compartir tu trono merced
la alada fantasía
te remito mi embajada,
hasta que el secreto sea conocimiento
en las inmediaciones del Cielo».
Ella calló y ocultó entonces su rúbea mejilla,
avergonzada, entre los lirios, para buscar
refugio ante el fervor de su mirada,
pues los astros titilaban ante la Deidad.
No se movió, no respiró, pues una voz, allí,
¡con qué solemnidad llenaba el aire en calma!,
un sonido del silencio en el turbado oído
que los poetas soñadores llaman «la música de las esferas».
El nuestro es un mundo de palabras: a la quietud llamamos
«Silencio», que es de todas la palabra más simple.
La Naturaleza toda habla, e incluso las cosas ideales
Avientan sonidos sombríos con sus alas visionarias.
¡Pero, ah, no es así cuando, en los altos dominios,
Se escuchaba la voz eterna de Dios,
Y en el cielo, rojos vientos amainan!
«Qué importa que en mundos que rotan en ciclos invisibles,
unidos a un pequeño sistema, y a un sol,
donde todo mi amor es sandio, la muchedumbre
todavía crea que mis terrores no otros son que el trueno,
la tormenta, el temblor de tierra y la ira del océano,
(¡ah!, ¿no se cruzarán conmigo en mi más airada senda?);
qué importa que en mundos que solo sol poseen
las arenas del Tiempo más oscuras se tornen cuando pasan,
cuyo es mi resplandor, emanado
para llevar mis secretos a través del más alto Cielo.
¡Deja deshabitada tu casa de cristal y vuela,
con toda tu comitiva, a través del cielo lunar,
como las luciérnagas en la noche siciliana,
ydirige a otros mundos otra luz!
Divulga los secretos de tu embajada
a los fatuos orbes que titilan y sé así,
para todos los corazones, barrera y pregón,
¡no sea que los astros recelen de la culpa del hombre!».
Se alzó la doncella en la ocre noche,
¡el anochecer de una sola luna!; en la tierra prometimos
nuestra fe a un amor y a una luna adoramos;
el lugar en que nació la Belleza nada más precisaba.
Cuando de las horas del crepúsculo nació aquel astro amarillo,
se alzó la doncella desde su altar de flores,
y, por la fulgente montaña y la planicie umbría, tomó
su camino, mas aún no abandonó su reino de Therasaea.
PARTE II
En lo alto de una montaña de cúspide esmeralda,
–como pastor adormilado sobre lecho
de espeso pasto, cómodamente reposando,
alza sus pesados párpados y comienza a ver
entre susurros y «esperanza de ser perdonado»
a qué hora se da la cuadratura, en el cielo, de la luna– ,
de rosada cúspide que, enseñoreada a lo lejos,
en el éter iluminado, atrapó el rayo
de los marchitos soles de la víspera - a medianoche,
mientras la luna con bella y extraña luz danzaba- ,
y sobre tal altura se irguió una multitud
de espléndidas columnas sobre el aire ingrávido,
relampagueando desde el mármol de Paros su sonrisa gemela,
a lo lejos, sobre las olas que allí chispeaban,
acomodando a la joven montaña en su regazo.
De astros disueltos tachonada, como desprendidas
de un aire de ébano, argénteo el sudario
de su misma disolución, mientras expiran,
embellecen así las moradas del cielo.
Una cúpula, que, de la luz hermana, cayó del cielo,
tomó asiento sobre tales columnas, como corona;
una ventana con un diamante circular
miraba hacia el exterior, hacia el aire púrpura,
y los rayos de Dios derribaban aquellas cadenas de meteoros
y consagraban, por dos veces, toda la belleza,
excepto cuando, entre el Empíreo y aquel anillo,
algún ávido espíritu batía sus foscas alas.
Mas sobre los pilares ojos seráficos atisbaron
la oscuridad de este mundo; ese verde grisáceo
que la Naturaleza elige como sepulcro de la Belleza,
escondido en cada cornisa, alrededor de cada arquitrabe;
y cada uno de los querubines allí esculpidos
que asoman desde la morada marmórea
parecían terrenales en su nicho de sombra.
¿Estatuas aqueas en tan próspero mundo?
¡Frisos de Tadmor y Persépolis,
de Balbec, y del plácido y claro abismo
de la bella Gomorra! ¡Oh, sobre ti,
ahora, está la ola, demasiado tarde para la salvación!
El sonido gusta gozar en las noches de estío:
testigo es el susurro del crepúsculo gris
que a hurtadillas alcanzó el oído, en Eiraco,
de los muchos enfebrecidos que observaban los astros, hace tiempo,
que siempre a hurtadillas llega al oído de quien,
absorto, contempla la lejana sombra
y ve cómo la oscuridad se cierne como nube.
¿No es su forma, su voz, más sonora, más evidente?
Mas, ¿qué es esto? Llega y consigo porta
una música -confusión de alas-,
una pausa y, luego, una melodía que arrebata, que desciende,
y de nuevo en sus estancias se halla Nésace.
Por la fiera energía de su desenfrenada premura
sus mejillas se sonrojaron y entreabrió sus labios;
y el ceñidor que rodeaba su bella cintura
el latido de su corazón lo había desbaratado.
¡En el centro de aquella estancia, a respirar
pausada se detuvo Zante! ¡A su alrededor
la espléndida luz que besaba sus áureos cabellos
y suspiraba por la quietud, no otra cosa sino brillar podía!
Las flores jóvenes susurraban, melódicas,
a las flores dichosas, aquella noche, y el árbol al árbol;
manaba música de las fuentes, al caer
en las arboledas iluminadas por las estrellas y la luna;
y entonces el silencio techó todas las cosas
–bellas flores, lucientes cataratas y angélicas alas
Y el único sonido que del espíritu manó
Trajo el estribillo al hechizo que entonara la doncella:
«Bajo el jacinto o la flámula,
el haz de flores silvestres
que al durmiente resguarda
del rayo de luna,
¡seres brillantes, que meditáis,
con los ojos cerrados a medias,
sobre los astros que vuestra admiración
ha arrancado de los cielos,
hasta fulgir entre sombras
y descender hasta vuestra frente,
como los ojos de la doncella
que ahora os visita,
alzaos de vuestro sueño
de espesuras violeta,
pues conformes al deber
son estas horas iluminadas por estrellas,
ondead de vuestros cabellos
ensortijados de rocío
el hálito de besos tales
que ensortijados asimismo.
(Oh, amor, ¿cómo sin ti
podían ser bienaventurados los ángeles?).
¡Tales besos de puro amor
que al sosiego os llevaron!
¡Alzaos! Sacudid de vuestras alas
toda impedimenta;
el rocío de la noche
podría lastrar vuestro vuelo;
y las caricias del amor puro,
oh, alejadlas,
son lenes en los cabellos
mas son plomo en el corazón.
¡Ligeia, Ligeia!,
bella mía
cuya más áspera idea
se coma melodía,
oh, ¿es voluntad tuya
ondear sobre la brisa
o, quieta por antojo,
como el solitario albatros,
sostenida por la noche,
como ella en el aire,
custodiar con placer,
allí, la armonía?
¡Ligeia!, dondequiera
tu imagen se halle,
magia alguna habrá
que de la música te aparte.
Muchos ojos has vendado,
en el sueno, con sueños,
pero todavía se alzan los acentos
que tu vigilia custodia;
el sonido de la lluvia
que cae sobre la flor,
y que vuelve a danzar
al ritmo del aguacero;
el rumor que mana
del crecimiento de la hierba;
la música del orbe,
mas música pautada.
Lejos, pues, amada mía,
oh, ve lejos,
hasta las fuentes más cristalinas,
las iluminadas por la luna,
hasta el lago solitario que sonríe,
en su sueño de profundo reposo,
en muchas estrellas como islas
que adornan su pecho
donde las flores silvestres, al trepar
confundieron sus sombras
sobre su orilla duerme
a legión de doncellas,
algunas abandonaron el frío páramo
y duermen con las abejas;
despiértalas, doncella mía,
en el erial y en la llanura,
¡ve! el insufla en su sueño,
suavemente en el oído,
la cifra musical
que soñaron oír,
pues ¿qué puede despertar
tan pronto a un ángel
cuyo sueño ha nacido
bajo la fría luna,
como hechizo que sueño alguno
de brujería puede poner a prueba,
como rítmica cifra
que al sosiego le llevaron?».
Espíritus alados, ángeles a la vista,
un millar de serafines prorrumpió a través del Empíreo,
jóvenes sueños rondaban en su adormilado vuelo,
serafines en todo salvo en «Conocimiento», penetrante luz
que cayó, refractada, a través de las lindes, a lo lejos,
¡oh muerte!, desde el ojo de Dios sobre aquel astro.
Dulce fue aquel error, más dulce incluso aquella muerte,
dulce fue aquel error, incluso para nosotros e~ aliento
de la Ciencia opaca el espejo de nuestra alegría.
Para ellos fue el simún, y destruiría,
pues ¿de qué les vale, a ellos, saber
que la Verdad es falsedad o que la alegría es dolor?
Dulce fue aquella muerte; en ellos la muerte estaba llena
del éxtasis final de una vida plena;
más allá de tal muerte no cabe la inmortalidad
sino el sueño que considera que no ha que ser;
y allí, oh, puede que allí more mi espíritu rendido,
¡lejos de la eternidad del Cielo y cuán lejos del infierno!
¿Qué espíritu culpable, en qué fosca arboleda,
No escuchó el penetrante requerimiento de aquel himno?
Únicamente dos, y cayeron, pues el Cielo no confiere la gracia
A aquellos que no escuchan el latido de sus corazones:
Un ángel-doncella y un amante serafín.
¡Oh! ¿Dónde (y cabe registrar el cielo en su amplitud)
El amor, el ciego, se supo más cerca del grave deber?
El Amor, sin norte, había caído entre «lágrimas de perfecto lamento»
Aquel que cayó era un espíritu hermoso,
Un errante próximo a la fuente cubierta de musgo,
Un observador de las luces que brillan en lo alto,
un soñador a la luz de la luna, junto a su amor.
¿Maravilloso? Cada estrella es allí como un ojo,
y mira dulcemente el cabello de la Belleza,
y ellas, y cada musgosa fuente, eran sagradas,
para su corazón arrebatado de amor y de melancolía.
La noche (para él, noche de dolor) había hallado,
sobre un despeñadero, al joven Angelo,
que encorvado se inclina ante el solemne cielo,
y frunce el ceño ante los orbes estrellados que abajo yacen.
Aquí se sentó con su amor, dirigió sus oscuros ojos
con aquilina mirada al firmamento;
los volvió después hacia ella, mas incluso entonces
tembló de nuevo ante el orbe de la Tierra.
«¡Ianthe, mi amada, observa cuán sombrío es aquel rayo!
Qué hermoso verlo tan lejos!
A ella no se lo pareció así aquel atardecer de otoño
en que abandoné sus bellas estancias y no lamente partir.
El rayo del sol cayó, en Lemnos, con hechizo
sobre los labrados arabescos de su estancia dorada,
donde yo me sentaba, y sobre los tapices de las paredes,
sobre mis párpados, ¡oh, luz intensa.
¡Cuán lentamente fue hundiéndose en la noche!
Antes, sobre las flores, sobre niebla y sobre el amor pasaron
con el Saadí persa en su Gulistán;
mas ¡oh aquella luz! Yo dormía; la Muerte, mientras tanto,
penetraba mis sentidos en aquella hermosa isla,
tan sigilosa que ni un solo cabello sedoso
despertó de su sueño o percibió que allí estaba.
El último paraje que del orbe de la Tierra hollé
fue un majestuoso templo llamado Partenón;
más belleza se desprendía de su columnata
que cuanta late en tu ardiente seno,
cuando el anciano llamado Tiempo mis alas liberó,
de allí volé como desde su torre el águila,
y dejé atrás años en una hora.
¡El tiempo que estuve suspendido sobre los confines del arre
una mitad del jardín de su globo centelleaba,
como si desenrollase un mapa ante mis ojos,
también deshabitadas ciudades del desierto!
Ianthe, la belleza me invadió entonces,
y casi deseé ser parte de los hombres de nuevo».
«Angelo mío, ¿y por qué ser uno de ellos?
Aquí existe, para ti, una morada más luminosa,
más verdes campos que en tu mundo, arriba,
yla belleza de la mujer, y el amor apasionado».
«Mas ¡escúchame, Ianthe!; cuando aquel aire tan suave
cesó, cuando mi espíritu cual pendón ascendió,
quizá mi cerebro sintió vértigo, pero el mundo
que tan tarde abandoné fue sumido en el caos;
expulsada de su lugar, lejos de los vientos,
retorciéndose, una llama atravesó el ígneo cielo.
Creo, mi dulce amada, que dejé de elevarme
Y caí, no tan rápidamente como antes subí,
sino con un movimiento de trémulo descenso,
¡a través de la luz y los broncíneos rayos, hasta este áureo astro!
No fueron largas las horas de mi caída,
pues de todos los astros era el tuyo el más cercano.
¡Augusto astro! Llegó, en una noche de júbilo,
un dédalo rojo a la tímida Tierra».
"Llegamos -y a tu tierra- mas no nos es concedido
refutar el mandato de nuestra dama;
llegamos, amor mío; alrededor, arriba, abajo,
cual alegre luciérnaga nocturna, vamos y venimos,
sin preguntar razones salvo el asentimiento del ángel
que ella nos concede, como por su Dios concedido.
¡Mas, Angelo, tu ceniciento tiempo nunca desplegó
sus fantásticas alas sobre mundo más fantástico que el tuyo!
Sombrío era su pequeño disco, y los ojos del ángel
pudieron ver, solo, el espectro en los cielos,
cuando por vez primera Al Aaraaf supo que su carrera
le conducía de frente hacia un mar estrellado;
mas cuando su gloria fue envaneciéndose, en el cielo,
cual resplandeciente busto de la Belleza ante la mirada,
nos detuvimos ante el legado de los hombres,
¡y tu astro se estremeció, como hace la Belleza!».
De este modo, conversando, pasaron los amantes
la noche, que menguaba y menguaba pero no trajo el día.
Cayeron, pues el Cielo no concede esperanza
a quienes no escuchan el latir de sus corazones.
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