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El cuervo

1. Presentación del narrador

Erase una vez, una lúgubre noche, en que reflexionaba, exánime y fatigado,

sobre varios raros y curiosos volúmenes de sabiduría olvidada,

y mientras cabeceaba, casi adormecido, de repente llegó a mí un repiqueteo,

como si alguien discretamente llamara, a mi cámara llamara.

«Alguna visita musité - que a mi cámara llama,

solo es eso, nada más».

 

Ah, bien claramente lo recuerdo: fue en el gélido mes de diciembre,

y su espectro apagaba, una a una, las ascuas sobre el suelo.

Que llegase la mañana ansiaba con zozobra, pues vanamente había buscado

en mis libros el cese del duelo, del duelo por la pérdida de Lenore,

de la singular y radiante doncella a quien los ángeles llaman Lenore,

aquí sin nombre, para siempre jamás.

 

Y el sedoso, triste e incierto crepitar del purpúreo cortinaje

me estremecía y me llenaba de terrores fantásticos nunca antes sentidos;

y así, para domeñar el latido de mi corazón, repetía, de pie:

«Alguna visita que implora entrar en mi cámara,

una intempestiva visita que implora entrar en mi cámara,

eso es, nada más».

 

Mi alma se hizo más fuerte, y ya sin dudar más:

«Señor –dije – o Señora, de buena fe imploro vuestra clemencia,

pues, de hecho, durmiendo estaba cuando discretamente llamaras,

tan levemente llamaras, a mi cámara llamaras,

que apenas seguro estaba de oírte»; abrí de par en par la puerta;

oscuridad, allí, nada más.

 

Escudriñando la oscuridad largo tiempo estuve entre preguntas, miedos,

dudas y sueños que mortal alguno se atreviera a soñar;

mas no se quebró el silencio ni la quietud más señal diera,

la única palabra que allí sonaba era una palabra susurrada, «¿Lenore?».

Tal susurré, y el murmullo del eco, de vuelta, «¡Lenore!»,

tan solo esto, nada más.

 

De vuelta en mi cámara, inflamada mi alma toda,

de nuevo oí llamar algo más fuerte que antes.

«A buen seguro» – me dije — «a buen seguro algo hay en la celosía;

veamos, pues, qué hay ahí, escrutemos tal misterio,

sosiéguese por un instante mi corazón y escrutemos tal misterio;

¡es el viento, nada más!».

2. El cuervo entra en la casa

Abrí entonces, abrí el postigo, cuando, con mucho tumulto y aleteo,

allí se posó un augusto cuervo de los días sagrados de antaño;

no hizo la más mínima reverencia, ni un instante se detuvo,

sino que con empaque de noble señor o señora, sobre la puerta de la cámara se posó,

se posó en un busto de Palas, sobre la puerta de la cámara,

se posó, y se acomodó, nada más.

Entonces, aquel pájaro ebenáceo tornó mi triste imaginación en sonrisa,

pues tal era la gravedad y severo decoro del semblante que mostraba.

«Aunque esté tu cimera tundida y tonsurada, tú» —dije – «cobarde seguro no eres,

torvo y horrendo anciano cuervo que vagando llegas de la riba nocturna,

¡dime qué señorial nombre recibes en la riba plutoniana de la noche!».

El cuervo dijo: «Numquam».

Me maravilló mucho oír que tal desgarbada ave tan claramente hablara,

aun cuando su respuesta tuviera poco sentido, poco propósito;

pues no menos podemos que convenir que ser humano vivo alguno

fue bendecido con la visión de un ave sobre la puerta de su cámara,

ave o bestia sobre el busto esculpido en la puerta de su cámara,

de nombre tal: Numquam.

Mas el cuervo, solo, posado sobre plácido busto, dijo solo

aquella sola palabra, cual si derramase su alma en tal palabra.

Nada más tras ella dijo, ni siquiera una pluma vibró,

hasta que apenas murmuré: «Otros amigos antes desaparecieron,

con la mañana me abandonará, como antes me abandonaron mis esperanzas».

Entonces, el cuervo dijo: «Numquam».

Sobrecogido, quebrada la quietud por réplica tan apropiada,

«No cabe duda» —me dije — «que profiere una cantilena

aprendida de algún infortunado maestro a quien sin piedad la desgracia

sin pausa persiguiera y persiguiera, hasta que de sus baladas nació un estribillo,

hasta que de los plantos de su esperanza nació el melódico estribillo

de «numquam, numquam»».

Mas el cuervo todavía tornaba mi triste imaginación en sonrisa,

de inmediato situé un mullido asiento ante el ave, el busto y la puerta;

tras esto, arrellanado en el terciopelo, me entregué a trabar

ensueño con ensueño, pensando sobre lo que esta ominosa ave de antaño,

sobre lo que esta torva, desmañada, horrible, desvaída y ominosa ave de antaño

decir quería al crascitar «Numquam».

Sentado, esto me ocupaba en adivinar, mas sin palabra decir

al ave cuyos ígneos ojos ardían ahora en el seno de mi alma;

esto, y más, sentado imaginaba, reclinada plácidamente mi cabeza

en la mullida cubierta de terciopelo sobre la que la luz jugaba,

la cubierta de terciopelo violáceo sobre la que la luz jugaba,

¡y que ella no abrazará, ah, numquam!

3. Horror del narrador

Entonces me pareció que el aire se adensaba, aromado por invisible incensario

mecido por un serafín cuyas pisadas tintineaban sobre el alfombrado.

«Miserable – grité – tu Dios te ha concedido tregua, por estos ángeles

te ha concedido tregua y un filtro para los recuerdos de Lenore,

apura, oh apura tal benigno nepente y olvida la pérdida de Lenore!».

El cuervo dijo: «Numquam».

 «¡Profeta! – dije – , ¡ser maligno! ¡Profeta, seas ave o diablo!,

sea el Tentador quien te envió, sea la tempestad quien te arrojó a esta orilla,

desolado aunque intrépido, a esta tierra desierta y encantada,

a este abrigo asolado por el horror, dime, con sinceridad, te lo imploro:

¿Existe, existe bálsamo en Galaad?, dime, dime, ¡te lo imploro!».

El cuervo dijo: «Numquam».

«¡Profeta! – dije – , ¡ser maligno! ¡Profeta, seas ave o diablo!

Por el cielo que nos da cobijo, por el Dios que adoramos ambos,

dile a esta alma, de horror cubierta, si en el remoto Edén

abrazará a la bienaventurada doncella a quien los ángeles llaman Lenore,

si abrazará a la singular y radiante doncella a quien los ángeles llaman Lenore».

El cuervo dijo: «Numquam».

«Sea tal palabra nuestra seña de partida, ave o demonio – grité, incorporándome – ,

¡regresa a la tempestad y a la riba plutoniana de la noche!

¡No dejes pluma negra alguna como muestra de la mentira dicha por tu alma!

¡Deja indemne mi soledad! ¡Abandona el busto de mi puerta!

¡Arranca tu pico de mi corazón y aleja tu figura de mi puerta!».

El cuervo dijo: «Numquam».

Y el cuervo, que nunca partió, sigue todavía posado, posado todavía

sobre el albo busto de Palas, sobre la puerta de mi cámara;

y sus ojos totalmente semejan los de un demonio que sueña,

y la luz de la lámpara, que sobre él se derrama, su sombra proyecta en el suelo,

y mi alma, de esa sombra que se dilata en el suelo,

¡no se alzará, numquam!

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