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El diario de Julius Rodman

CAPÍTULO I: Introducción

     LO QUE podríamos considerar un inesperado golpe de buena suerte nos ha permitido dar a conocer a nuestros lectores, bajo este título, una narración de naturaleza excepcional, y, por supuesto, de un gran interés. El Diario que sigue contiene el relato del primer intento, realizado con éxito, de cruzar las gigantescas barreras de la inmensa cadena montañosa que se despliega desde el océano Polar, en el norte, hasta el istmo de Darién, en el sur, formando —a lo largo de todo su curso— una muralla escarpada y coronada de nieve; aún más importante es que también proporciona los detalles de un viaje más allá de estas montañas, a través de un vastísimo territorio, del que, incluso a día de hoy, se cree que continúa siendo desconocido, y que aparece en todos los mapas del país como «región inexplorada». Región que es, además, la única que queda por explorar dentro de los límites de Norteamérica. Siendo las cosas como son, nuestros amigos nos perdonarán por la reverencia con la que nos acercamos al público con este Diario. En lo que a nosotros respecta, al examinarlo, hemos considerado que su interés es mucho mayor que el de cualquier otra narración de su clase. No pensamos que dicho interés nazca exclusivamente de nuestra relación con estos escritos ni del medio que vamos a emplear para darlos a conocer. Estamos convencidos de que todos nuestros lectores coincidirán con nosotros en pensar que las aventuras que aquí se relatan son importantes en grado sumo y a la vez entretenidas. La peculiar personalidad del líder, alma, y también cronista de la expedición ha imbuido la historia de un profundo fervor romántico, que dista mucho del tono burocrático del que suelen estar dotados este tipo de escritos. El señor James E. Rodman, de quien obtuvimos el manuscrito, es bien conocido por un amplio número de los lectores de esta revista; y comparte, en cierta medida, la afección que amargó la primera parte de la vida de su abuelo, el señor Julius Rodman, autor de la narración. Nos referimos a una hipocondría heredada. Fue esta enfermedad, más que ninguna otra cosa, lo que le llevó a iniciar el extraordinario viaje que a continuación se detalla. Sus proyectos de caza y trampeo, de los que habla al comienzo del Diario, no eran —para nosotros— sino meras excusas para explicarse a sí mismo el motivo por el que deseaba cometer tan audaz y novedosa hazaña. Creemos (y el lector coincidirá con nosotros) que no hay duda alguna de que su único propósito era hallar, en el corazón mismo de los páramos, la paz de espíritu que era incapaz de encontrar entre los hombres. Se refugió en el desierto como si este hubiera sido su amigo. Solo si lo contemplamos bajo este punto de vista, seremos capaces de comprender muchos de los aspectos de su crónica.

Como hemos considerado oportuno omitir dos páginas del manuscrito en las que el señor R. proporciona datos de su vida previa al inicio de su viaje Misuri arriba, creemos necesario explicar aquí que era nativo de Inglaterra, descendiente de una familia de alto linaje. Allí había recibido una esmerada educación y, de allí, decidió emigrar en 1784 (cuando contaba aproximadamente dieciocho años de edad), junto con su padre y sus dos hermanas solteras. Inicialmente se asentaron en Nueva York, pero después decidieron dirigirse hacia Kentucky, donde se instalaron, casi como si de ermitaños se tratase, en la ribera del Misisipi, cerca de donde ahora se alza Mills Point. Aquí falleció, en el otoño de 1790, el anciano señor Rodman; justo durante el invierno siguiente, las dos hermanas perecieron, con una diferencia de pocas semanas, víctimas de la viruela. Muy poco después (en la primavera de 1791), el señor Julius Rodman, el hijo, emprendió la expedición que se relata en las páginas que siguen. Cuando regresó, en 1794, tal y como después se verá, se asentó cerca de Abingdon, en Virginia, donde contrajo matrimonio, donde tuvo tres hijos y donde la mayor parte de sus descendientes habitan en la actualidad.

El señor James Rodman nos ha informado de que su abuelo, debido a las muchas dificultades que se encontró en el camino, había ido haciendo solo unas meras anotaciones sobre su viaje; y de que el manuscrito que se nos ha entregado no fue escrito con todo detalle hasta muchos años después, cuando el botánico y renombrado autor de Flora Boreali-Americana y de Histoire des Chênes d’Amerique, M. André Micheau, investigó sobre elviaje y lo instó a escribir sobre él a partir de las notas existentes. El lectorrecordará que M. Micheau había ofrecido sus servicios al señor Jefferson cuando este contempló por primera vez la idea de enviar una expedicióna través de las Montañas Rocosas. Se le encargó la misión de supervisarel viaje, pero cuando había llegado hasta Kentucky, recibió una orden delministerio francés por la que se le pedía que renunciase a este proyecto yque se trasladase a otro lugar a continuar las investigaciones botánicaspara las que había sido inicialmente contratado por el gobierno. La supervisiónrecayó entonces en las manos de los señores Lewis y Clarke, loscuales la llevaron a cabo con éxito.

Sin embargo, una vez completado el manuscrito, este nunca llegó a las manos de M. Micheau, para cuyo examen había sido concebido; siempre se creyó que lo había perdido por el camino el joven a quien le había sido encomendado que lo entregase en la residencia temporal de M. M., cerca de Monticello. No se hizo prácticamente ningún intento de recuperar los documentos, tal vez debido al poco interés que el señor Rodman mostró por su búsqueda. De hecho, y por raro que ello pueda parecer teniendo en cuenta lo que se cuenta sobre él, dudamos de que hubiese tenido nunca la intención de dar a conocer los resultados de este extraordinario viaje; creemos que su único propósito cuando se decidió a retocar sus notas originales era el de agradar a M. Micheau. Incluso el proyecto de exploración del señor Jefferson, un proyecto que, en su momento, atrajo la atención del mundo entero, y fue considerado como algo único, apenas si llevó al héroe de nuestra historia a hacer unos cuantos comentarios generales, dirigidos a los miembros de su familia. Nunca convirtió su propio viaje en materia de conversación; todo lo contrario, intentaba evitar el tema. Murió antes de que Lewis y Clarke regresasen; y el Diario, que había sido entregado al mensajero para que se lo hiciese llegar a M. Micheau, fue encontrado hace, aproximadamente, tres meses, en el cajón secreto de un bureau que había pertenecido al señor Julius. Desconocemos quién lo colocó allí. Todos los familiares del señor R. lo exoneran a él de la sospecha de haber sido el autor del ocultamiento, pero —sin pretender faltar a la memoria de ese caballero o a la del señor James Rodman (hacia quien nos sentimos en profunda deuda)— no podemos dejar de considerar la posibilidad de que el narrador, por algún medio, consiguiese hacerse con el envío que le había sido confiado al mensajero, y lo escondiese en el lugar en el que fue descubierto, pues esto sería muy acorde con la mórbida personalidad que lo distinguía.

No era nuestra intención alterar, en modo alguno, el talante de la narración del señor Rodman; por ello, nos hemos permitido muy pocas licencias con el manuscrito, y estas están motivadas por el propósito único de abreviar. El estilo, de hecho, difícilmente podrá ser mejorado: es simple y directo, dando cuenta del profundo deleite que el viajero encontraba en los majestuosos descubrimientos que a diario hacía. Incluso aunque refiera las más atroces privaciones y peligros, una especie de afecto prevalece en su relato, que nos introduce en la idiosincrasia de este personaje. Una desbordante pasión por la Naturaleza poseía todo su ser; tal vez lo que más le atraía de ella era su lado temible y salvaje, y no sus manifestaciones de calma y regocijo. Se regodeaba en deambular por los inmensos y terribles páramos con tan evidente emoción que nos produce envidia. Él era, sin lugar a dudas, el hombre apropiado para atravesar esa sublime tierra desolada que él, con total sencillez, quería dar a conocer al mundo. Su carácter era el adecuado para comprenderla; suya era la verdadera capacidad de sentirla. Consideramos, por tanto, su manuscrito como un rico tesoro —a su modo, insuperable— ni tan siguiera, igualable.

Que los acontecimientos que aquí se narran hayan permanecido hasta ahora perdus; que, incluso, hubiese permanecido oculto el hecho de que el señor Rodman hubiese atravesado las Montañas Rocosas antes de la expedición de Lewis y Clarke, o que nunca se hubiese mencionado en los trabajos de ningún geógrafo americano (ya que, hasta donde nosotros sabemos, nunca se había hecho referencia a ello), debe ser considerado como algo notorio —en verdad, como algo sumamente extraño. Hasta donde nuestro conocimiento alcanza, se dice que la única mención del viaje aparece en una carta inédita de M. Micheau; carta que se encuentra en posesión del señor M. Wyatt, de Charlottesville, Virginia. En ella se dice, de manera casual y de pasada, que se trata de «una idea colosal, llevada a efecto de forma soberbia». Si ha habido alguna otra alusión a este viaje, lo desconocemos por completo.

Antes de adentrarnos en el relato del señor Rodman, no estaría de más tomar en consideración lo que otros habían logrado antes, en lo que a materia de descubrimientos se refiere, en la parte noroeste de nuestro continente. Si el lector se hace con un mapa de Norteamérica, podrá seguir con mayor comodidad nuestras observaciones. Se aprecia que el continente se extiende desde el océano Ártico, o desde el paralelo 70, aproximadamente, de latitud norte, hasta el paralelo 9; y desde el meridiano 56 de longitud oeste, meridiano de Greenwich, hasta el 168. Toda esa inmensa extensión de territorio ha sido visitada, en mayor o menor grado, por el hombre civilizado; y, de hecho, una gran porción ha sido colonizada de manera permanente. Pero hay una parte descomunal que permanece aún señalada en nuestros mapas como inexplorada y que así se consideró hasta el día de hoy. Esa parte se encuentra entre el paralelo 60 al sur, el océano Ártico al norte, las Montañas Rocosas al oeste y las posesiones rusas al este. Sobre el señor Rodman, sin embargo, es sobre quien recae el honor de haber atravesado en varias direcciones esta región especialmente salvaje; y los detalles más interesantes de la narración aquí publicada son los que tienen relación con sus aventuras y sus descubrimientos en esa zona.

Es posible que los primeros viajes de cierta entidad llevados a cabo en Norteamérica por el hombre blanco fuesen los de Hennepin y sus amigos, en 1698 —pero como quiera que sus expediciones se centrasen, sobre todo, en el sur, no creemos necesario entrar en más detalles.

El señor Irving, en su Astoria, cita el intento del capitán Jonathan Carver, considerando que se trataba de la primera tentativa de atravesar el continente desde el Atlántico hasta el Pacífico; pero parece que se equivoca, ya que, en uno de los diarios de sir Alexander Mackenzie, hemos encontrado referencia a dos expediciones diferentes a pie que fueron organizadas, con ese mismo propósito, por la Compañía Peletera de la Bahía del Hudson, una en 1758, otra en fecha tan temprana como 1749. Parece ser que ambas fracasaron por completo, pues no se conserva ningún informe sobre las mismas. Fue en 1763, poco después de la adquisición de los Canadás por la Gran Bretaña, cuando el capitán Carver emprendió su viaje. Era su intención la de atravesar el país entre los 43º y 46º grados de latitud norte, hasta orillas del Pacífico. Su objetivo era determinar la anchura del continente en su parte más amplia y elegir un lugar, en la costa oeste, donde el Gobierno pudiera establecer un puesto para facilitar el descubrimiento de un pasaje hacia el noroeste, o una comunicación

entre la Bahía del Hudson y el océano Pacífico. Había supuesto que el río Columbia, entonces denominado Oregón, desembocaba en algún punto próximo a los estrechos de Anián; y era allí donde esperaba que se estableciera el puesto. Creía, también, que un asentamiento en aquella región proporcionaría nuevos mercados al comercio y abriría con China y con las posesiones británicas de las Indias Orientales una comunicación más directa que la que permitía la antigua ruta por el cabo de Buena Esperanza. Fracasó, sin embargo, en su intento de atravesar las montañas.

Cronológicamente, la siguiente expedición de relevancia en la parte norte de América fue la de Samuel Hearne, quien, con el fin de descubrir minas de cobre, avanzó hacia el noroeste durante los años 1769, 1770, 1771 y 1772, desde el Fuerte Príncipe de Gales, en la Bahía del Hudson, hasta las orillas del océano Ártico.

Después de esta, ha de ser mencionada una segunda tentativa del capitán Carver, emprendida en 1774 y a la que se le unió Richard Witworth, hombre de notable riqueza y miembro del parlamento. Solo citamos este intento debido a que fue proyectado a una gran escala, pues, de hecho, jamás llegó a llevarse a efecto. Los caballeros deberían haber llevado consigo unos cincuenta o sesenta hombres, artificieros y marinos y, con ellos, remontar una de las ramificaciones del Misuri, explorar las montañas, en busca de las fuentes del Oregón, y navegar por ese río hasta su supuesta desembocadura, cerca del estrecho de Anián. Allí se construiría un fuerte, así como buques destinados a exploraciones posteriores. La empresa se canceló debido al estallido de la revolución americana.

En fecha tan temprana como la de 1775, el comercio de las pieles se había extendido, gracias a los misioneros canadienses, al norte y al oeste de las orillas del río Saskatchewan, a 53º de latitud norte y 102º de longitud oeste; y, al inicio de 1776, el señor Joseph Frobisher avanzó en esa dirección hasta los 55º norte y 103º oeste.

En 1778 el señor Peter Bond, con cuatro canoas, remontó el curso del río Elk hasta llegar a unas treinta millas al sur de su confluencia con el Lago de las Colinas.

A continuación hemos de señalar otro intento, que fracasó desde sus inicios, de atravesar de océano a océano el continente en su parte más ancha. Esta tentativa es prácticamente desconocida debido a que el único que la menciona es el señor Jefferson y, además, lo hace de manera muy superficial. El señor J. cuenta que Ledyar le visitó en París, ávido de alguna nueva aventura después de su exitoso viaje con el capitán Cook; y que él (el señor J.) le sugirió un viaje hasta Kamchatka por tierra, cruzar en algún barco ruso hasta el estrecho de Nootka, alcanzar la latitud del Misuri y, desde allí, atravesar el país siguiendo el río hasta los Estados Unidos. Ledyar estuvo de acuerdo, siempre y cuando el Gobierno ruso diera su consentimiento. El señor Jefferson obtuvo el permiso; y el viajero, partiendo desde París, llegó a San Petersburgo después de que la emperatriz hubiese abandonado tal ciudad para ir a pasar el invierno en Moscú. Como el estado de sus finanzas no le permitía permanecer en San P. sin necesidad, continuó su viaje con un salvoconducto proporcionado por uno de sus ministros; y a doscientas millas de Kamchatka le detuvo un oficial de la emperatriz, quien había cambiado de opinión y le prohibía que siguiera su ruta. Lo metieron en un coche cerrado y viajó día y noche hasta llegar a Polonia, donde lo liberaron y expulsaron del país. El señor Jefferson, al referirse a esta empresa de Ledyar, equivocadamente la llama «la primera tentativa de explorar la parte oeste de nuestro continente septentrional».

La siguiente iniciativa destacable de la época fue la de sir Alexander Mackenzie, que tuvo lugar en 1789. Partió de Montreal, se abrió camino a través del río Utawas, el lago Nipissing, el lago Hurón, rodeó la orilla norte del lago Superior, a través de lo que se llama el Gran Trasvase y, desde allí, a lo largo del río de las Lluvias, del lago de los Bosques, del lago Bonete, de la parte alta del lago Cabeza de Perro, de la costa sur del lago Winnipeg, a través del lago de los Cedros y al lago del Esturión por la embocadura del río Saskatchewan; de ahí, de nuevo mediante trasvase, hasta el Misisipi y, a través de los lagos del Oso Negro, de Prinis y Buffalo, hasta una cadena de altas montañas que se extiende al Noroeste y al Suroeste, para tomar el río del Alce hasta el lago de las Colinas, e ir, por el río del Esclavo, al lago Esclavo y, bordeando la orilla norte de este último, al río Mackenzie, por donde llegó, finalmente, al mar Polar —un viaje inconmensurable, durante el cual se enfrentó a innumerables peligros y padeció privaciones de todo tipo. En el curso de su descenso por el río Mackenzie hasta su desembocadura, rodeó las estribaciones de la vertiente oriental de las Montañas Rocosas, pero no traspasó nunca esa barrera. En la primavera de 1793, sin embargo, partiendo desde Montreal para reemprender el itinerario de su primera exploración hasta la desembocadura del Unjigah o río de la Paz, giró al oeste remontando la corriente, atravesó las montañas en latitud 56, y prosiguió hacia el sur hasta el punto donde encontró un río que llamó del Salmón (hoy río Fraser) y, siguiéndolo, llegó, finalmente, al Pacífico, a la altura aproximada del paralelo 40 de latitud norte.

La memorable expedición de los capitanes Lewis y Clarke se llevó a cabo durante los años 1804, 1805 y 1806. En 1803 el acta que establecía tratados para instalar puestos de comercio con las tribus indias estaba a punto de expirar; el Congreso recibió la recomendación de introducir algunas modificaciones (con una extensión de tal efecto a los indios del Misuri); la recomendación provenía del señor Jefferson, mediante un mensaje confidencial, con fecha 18 de enero. Para preparar el camino, se propuso que se enviara una expedición que siguiera el Misuri hasta su fuente y atravesara las Montañas Rocosas para, desde allí, dirigirse hacia el Pacífico por la mejor ruta fluvial. El plan se ejecutó íntegramente; el capitán Lewis exploró (pero no descubrió, aunque el señor Irving así lo relate) la cuenca alta del río Columbia, y descendió por el curso de ese río hasta la desembocadura. Aquella cuenca alta ya había sido visitada por Mackenzie en 1793.

Coincidiendo con la exploración de Lewis y Clarke por el Misuri, tuvo lugar el viaje del mayor Zabulón M. Pike al Misisipi, con el que consiguió descubrir la fuente en el lago Itasca. A su vuelta de ese viaje penetró, por orden del Gobierno, en la región al oeste del Misisipi, durante los años 1805, 1806 y 1807, y llegó a la cuenca superior del Arkansas (más allá de las Montañas Rocosas, a 40º de latitud norte), pasando a lo largo de los ríos Osage y Kansas, hasta la fuente del Plata.

En 1810 el señor David Thompson, uno de los socios de la Compañía Peletera del Noroeste, salió de Montreal con una partida numerosa para atravesar el continente hasta el Pacífico. La primera parte de su itinerario coincidía con el de Mackenzie en 1793. El objeto era anticipar un proyecto del señor John Jacob Astor, a saber, el establecimiento de un puesto de comercio en la desembocadura del Columbia. La mayoría de sus hombres lo abandonó en la vertiente oriental de las Montañas; pero logró atravesar la cadena con solo ocho compañeros, encontró el brazo septentrional del Columbia y descendió por este río, partiendo de un punto mucho más cercano a su fuente desde el que ningún hombre blanco, jamás, hasta entonces, hubiese partido.

En 1811 tuvo lugar la notable empresa del señor Astor —por lo menos en lo concerniente al viaje a través del país—. Como el señor Irving ya ha dado a conocer a los lectores los detalles de esta exploración, aquí la mencionaremos brevemente. Acabamos de explicar su objeto. El grupo (mandado por el señor Wilson Price Hunt) partió de Montreal, bajando los Utawas, a través del lago Nipissing, y de una serie de pequeños lagos y de ríos, hasta llegar a Machilimackinac o Mackinaw —de allí, por los ríos Green-Bay, Fox y Wisconsin, a la Pradera del Perro— y, bajando el Misisipi, a San Luis —para, desde allí, remontar el Misuri hasta la aldea de los indios Arickara, entre los paralelos 46 y 47 de latitud norte, a mil cuatrocientas treinta millas de la desembocadura del río—; luego, se dirigieron hacia el suroeste, a través del desierto, más allá de las montañas donde nacen el Plata y el Yellowstone y, por fin, a lo largo del ramal sur del Columbia, hasta el mar. A su regreso, dos pequeños grupos realizaron otras expediciones, a lo largo del país, más variadas en acontecimientos y en peligros.

Los viajes del mayor Stephen H. Long son los siguientes, de importancia, en el tiempo. Ese explorador, en 1823, llegó hasta el nacimiento del río San Pedro, hacia el lago Winnipeg, el lago de los Bosques, etc. Casi no es necesario hablar de las más recientes expediciones efectuadas por el capitán Bonneville y por otros, pues aún permanecen vivas en la memoria de las gentes. Las aventuras del capitán B. ya han sido relatadas por el señor Irving. En 1832 partió del fuerte Osage, atravesó las Montañas Rocosas y pasó cerca de tres años en las regiones situadas más allá. Quedan, dentro de los límites de las fronteras de los Estados Unidos, pocos territorios que no hayan sido, en estos últimos años, recorridos por el hombre de ciencia o el aventurero. Pero, en las vastas y desoladas regiones situadas al norte del país y al oeste del río Mackenzie, ningún hombre civilizado, que se sepa, exceptuando al señor Rodman y a su pequeño grupo, ha puesto nunca el pie. En lo concerniente a la cuestión de la primera expedición a través de las Montañas Rocosas, de lo dicho se deduce que el mérito de la empresa jamás hubiese debido atribuirse a Lewis y a Clarke, puesto que Mackenzie les precedió en el año 1793; y, de hecho, el señor Rodman fue el primero que conquistó aquellas gigantescas barreras, atravesándolas, del modo en que lo hizo, en 1792. No son, pues, sino razones de peso las que nos llevan a reclamar la atención del público para con la extraordinaria narración que presentamos a continuación.

EDS. G. M.

CAPÍTULO II

     TRAS la muerte de mi padre y de mis dos hermanas, perdí todo interés por nuestra plantación de Mills Point y la vendí, casi por nada, al señor Junot. A menudo había pensado dedicarme al trampeo en la parte alta del Misuri y fue entonces cuando me decidí a emprender una expedición por ese río con el objeto de procurarme pieles que, con toda seguridad, podría vender en Petite Côte a los agentes privados de la Compañía Peletera del Noroeste. Estaba convencido de que, por ese medio, era posible adquirir, si se tenía un poco de iniciativa y de valor, muchas más ganancias de las que hubiera podido obtener por cualquier otro. Además, siempre me habían gustado la caza y el trampeo, aunque nunca había vivido ni de lo uno ni de lo otro; también tenía un gran deseo de explorar alguna parte de la región occidental de nuestro país, de la que Pierre Junot me había hablado a menudo. Pierre era el hijo mayor del vecino que había comprado mi propiedad; tenía unos hábitos un tanto raros y un modo de pensar algo excéntrico, pero aun así poseía el mejor de los corazones y, aunque no gozase de una gran fuerza física, era, ciertamente, uno de los hombres más valientes que jamás hayan existido. Era de ascendencia canadiense y como había realizado una o dos cortas empresas por cuenta de la Compañía Peletera, actuando como voyageur, le gustaba llamarse de ese modo a sí mismo y disfrutaba hablando de sus viajes. Mi padre había sentido mucho afecto por Pierre y yo mismo lo apreciaba bastante; mi hermana menor, Jane, también le tenía gran estima y soy de la opinión de que se habrían casado si la voluntad de Dios no hubiese sido llevársela consigo.

Cuando Pierre descubrió que, tras la muerte de mi padre, yo no sabía todavía qué hacer, me animó a organizar una pequeña expedición por el río, en la que él me acompañaría; lo cierto es que no encontró muchos obstáculos por mi parte para convencerme. Acordamos remontar el Misuri hasta donde fuésemos capaces de llegar, cazando y trampeando, y no regresar hasta que nos hubiésemos hecho con una cantidad de pieles suficiente como para asegurarnos una fortuna para cada uno de nosotros. Su padre no puso objeción alguna y le dio unos trescientos dólares; partimos, entonces, hacia Petite Côte, con el fin de obtener equipos y reclutar a tantos hombres como pudiéramos para el viaje.

Petite Côte (1) es una pequeña localidad situada en la orilla norte del Misuri, a unas veinte millas de la confluencia entre este río y el Misisipi. Se encuentra al pie de una cadena de colinas poco elevadas, sobre una especie de saliente situado lo bastante por encima del nivel del río como para quedar a salvo de las crecidas de junio. No habrá, en la parte alta del lugar, más de cinco o seis casas y estas solo de madera, pero, más hacia el este y dispuestas en paralelo al curso del río, se encuentran una capilla y doce o quince viviendas de mejor calidad. Hay aproximadamente un centenar de habitantes, casi todos criollos de origen canadiense. Son éstos extremadamente indolentes y ni tan siquiera intentan cultivar las tierras que les rodean, que son muy fértiles; lo más que hacen, de vez en cuando, son algunas tareas de horticultura. Viven principalmente de la caza y del comercio de pieles con los indios, que revenden a los agentes de la Compañía del Noroeste. No esperábamos encontrar allí dificultad alguna para procurarnos reclutas para el viaje y equipos, pero sufrimos una decepción tanto en lo uno como en lo otro, ya que el lugar era, desde todos los puntos de vista, demasiado pobre como para que pudiésemos obtener en él todo lo que necesitábamos si queríamos que nuestra expedición resultase segura y rentable.

El propósito era atravesar el corazón de una comarca repleta de tribus indias, de las cuales no sabíamos prácticamente nada, excepto algunas vagas informaciones, y sobre las que teníamos todas las razones como para tenerlas por crueles y peligrosas. Era, por tanto, preciso que nos hiciésemos con un buen suministro de armas y municiones, así como un suficiente número de acompañantes; y si queríamos que el viaje nos resultase de provecho, debíamos llevar con nosotros canoas cuyo tamaño nos permitiese transportar de vuelta a casa todas las pieles que pudiésemos reunir. Estábamos a mitad de marzo cuando llegamos a Petite Côte y no logramos terminar nuestros preparativos hasta finales de mayo. En dos ocasiones tuvimos que enviar en busca de hombres y provisiones hasta Mills Point, pero ni lo uno ni lo otro se podía obtener excepto con grandes dificultades. Y, a fin de cuentas, nunca hubiésemos podido conseguir muchas de las cosas que nos resultaban imprescindibles, si no hubiese sido porque Pierre se tropezó con una partida que regresaba de una expedición a la parte alta del Misisipi y pudo hacerse con seis de sus mejores hombres, junto con una canoa o piragua, adquiriendo, al mismo tiempo, la mayor parte del sobrante de los abastos y municiones.

Esta ayuda tan oportuna nos permitió estar preparados para partir antes del uno de junio. El día tres de ese mes (1791) nos despedíamos de nuestros amigos de Petite Côte y comenzábamos nuestro viaje. Nuestro grupo estaba constituido por un total de quince personas. De estas, cinco eran canadienses de Petite Côte, que habían realizado breves incursiones hacia la parte alta del río. Eran buenos barqueros y excelentes compañeros, por lo menos en lo que se refiere a cantar canciones francesas y a beber —en lo que eran más que sobresalientes—; sin embargo, y a decir verdad, era casi imposible ver a alguno indispuesto por la bebida o incapaz de cumplir con sus obligaciones por ese motivo. Tenían siempre buen humor y siempre estaban dispuestos a trabajar, pero, como cazadores, yo no consideraba que valiesen gran cosa y pronto vi que, sobre todo, no se podía depender de ellos en las contiendas. Dos de esos cinco se comprometieron a hacer de intérpretes durante las primeras quinientas o seiscientas millas río arriba (si es que conseguíamos llegar tan lejos) y, de resultar necesario, esperábamos dar de cuando en cuando con un indio que colaborase en esa tarea; pero habíamos decidido evitar en lo posible los encuentros con los indios y trampear nosotros mismos, en lugar de arriesgarnos a comerciar, siendo como éramos tan poco numerosos. Era nuestro propósito actuar con suma cautela y no dejarnos ver a menos que fuese estrictamente necesario.

Los seis hombres que Pierre había reclutado de entre la tripulación del barco que volvía del Misisipi formaban un grupo completamente diferente a los canadienses. Cinco de ellos eran hermanos, apellidados Greely (John, Robert, Meredith, Frank y Poindexter) y habría sido difícil encontrar personas de aspecto más vigoroso o distinguido. John Greely era el primogénito y el más corpulento de los cinco y se le tenía por ser el más fuerte y el mejor tirador de Kentucky —estado de donde procedían todos—. En estatura superaba los seis pies y tenía unos hombros extraordinariamente anchos y miembros de complexión musculosa. Como la mayoría de los hombres de gran fuerza física, tenía un carácter extraordinario y por esa razón todos le apreciábamos mucho. Los cuatro hermanos restantes eran también fornidos, aunque no podían ser comparados con John. Poindexter era tan alto como él, pero muy flaco y de aspecto fiero; sin embargo, al igual que su hermano mayor, era de conducta apacible. Todos ellos eran cazadores expertos y excelentes tiradores. Habían aceptado con gusto la oferta que les hizo Pierre de que viniesen con nosotros, y habíamos acordado darles una parte igual a la de Pierre y a la mía de los beneficios que obtuviésemos; es decir, dividiríamos lo recaudado en tres partes; una de ellas sería para mí, otra para Pierre y otra a compartir entre los cinco hermanos.

El sexto hombre al que Pierre había reclutado de entre los que volvían del Misisipi era también una buena adquisición. Se llamaba Alexandre Wormley; era virginiano y de carácter muy extraño. Había sido primero predicador y después se había tenido a sí mismo por profeta, errando por todo el país con la barba y los cabellos largos, descalzo, sermoneando a cuantos encontraba. Esta alucinación había tomado ahora otro curso y no pensaba en cosa alguna sino en encontrar minas de oro en las regiones solitarias del país. A este respecto, estaba más loco que cualquier otro, pero, en lo tocante a todo lo demás, se mostraba muy razonable y hasta perspicaz. Era un buen barquero y un buen cazador, tan valiente como el que más; era, además, fornido y ágil de piernas. Yo esperaba mucho de él, dada su naturaleza entusiasta y, como bien se verá, no me defraudó.

Nuestros otros dos reclutas eran un negro que pertenecía a Pierre Junot, llamado Toby, y un extranjero al que habíamos encontrado en los bosques próximos a Mills Point y que se agregó a nuestra expedición en cuanto le comunicamos nuestros propósitos. Se llamaba Andrew Thornton, era también virginiano y creo que procedía de una excelente familia, perteneciente a los Thornton de la parte norte de aquel estado. Había partido de Virginia hacía unos tres años; durante todo ese tiempo no había hecho más que errar por la parte occidental del país, sin otra compañía que un gran perro de raza Terranova. No había recogido pieles y no parecía tener otro fin que el de satisfacer su propensión a las andanzas y aventuras. A menudo nos amenizaba la velada, cuando estábamos sentados alrededor de las hogueras del campamento, con la narración de sus aventuras y apuros en los páramos, relatándolas con tal gravedad, que no nos era posible dudar de su veracidad, aunque, a decir verdad, muchas de ellas parecían demasiado extraordinarias. Más tarde, la experiencia nos enseñó que los peligros y dificultades del cazador solitario no son susceptibles de ser exageradas y que lo difícil es describirlas con los matices apropiados. Desde el momento en que le conocí, sentí una gran simpatía por Thornton.

Ha sido muy poco lo que he dicho en relación a Toby; pero no era, ni mucho menos, el personaje de menor importancia en nuestra cuadrilla. Había permanecido durante muchos años en el seno de la familia del anciano señor Junot y se había comportado como un fiel servidor. Era un poco mayor para una empresa como la nuestra, pero Pierre no se sentía inclinado a abandonarlo. Por lo demás, era fuerte y aún capaz de soportar grandes fatigas. El propio Pierre era, probablemente, el más débil de nuestro grupo en lo que a fortaleza física se refiere, pero estaba dotado de gran agudeza y no se amilanaba por nada. Su conducta era a veces extravagante e impetuosa, lo que le acarreaba frecuentes disputas que, una o dos veces, comprometieron seriamente el éxito de nuestra expedición; no obstante, era un verdadero amigo y, a ese respecto, yo lo consideraba como al que más.

Hasta el momento he descrito brevemente a nuestro grupo, tal y como era cuando partimos desde Petite Côte. (2) Para viajar y transportar nuestros equipos, así como para llevar de vuelta a casa las pieles que obtuviéramos, teníamos dos embarcaciones. La más pequeña era una piragua de cortezas de abedul cosidas con fibras de las raíces y con las junturas selladas con resina; resultaba tan ligera que seis hombres podían llevarla sin esfuerzo. Tenía veinte pies de largo y se necesitaban entre cuatro y doce remos para moverla; su calado era de unas dieciocho pulgadas cuando estaba a plena carga y, vacía, de no más de diez. La otra era una barcaza que habíamos construido nosotros mismos en Petite Côte (Pierre había comprado la canoa al grupo del Misisipi). Poseía treinta pies de largo y, a plena carga, tenía un calado de dos pies. La zona cubierta era de unos veinte pies e incluía una cabina de dimensiones suficientes como para que cupiéramos en ella todos nosotros, ya que la embarcación era bastante ancha. Esa parte era a prueba de balas, pues estaba hecha de estopas dispuestas entre dos capas de tablas de roble; en diversos puntos hicimos pequeñas cavidades por las que, en caso de ataque, hubiésemos podido disparar contra el enemigo, así como observar sus movimientos; al mismo tiempo, esas aberturas dejaban pasar aire y luz cuando la puerta estaba cerrada y teníamos buenas clavijas para colocarlas en caso de necesidad. Los diez pies restantes de la embarcación quedaban al descubierto; aquí se podían usar seis remos, pero nosotros utilizábamos, sobre todo, pértigas. También teníamos un mástil corto, fácil de izar y arriar, que estaba situado a unos siete pies de la proa; si el viento era favorable, desplegábamos en él una gran vela cuadrada y, cuando lo teníamos de proa, lo desmontábamos.

En una zona de la proa a tal efecto preparada, debajo de la cubierta, colocamos diez barriles de buena pólvora y tanto plomo como consideramos conveniente, una décima parte del cual ya estaba fundido en balas de fusil. También habíamos guardado allí un cañoncito de bronce y su cureña, desmontado para que ocupase poco sitio, por si tuviésemos que recurrir a esa forma de defensa en algún momento de nuestra expedición. Ese cañón era uno de los tres que habían traído unos españoles que descendieron por el Misuri dos años antes y que se habían perdido en el naufragio de una piragua a algunas millas de Petite Côte. Un banco de arena había modificado el canal en el lugar en el que la canoa volcó de tal manera que un indio descubrió uno de los cañones y se hizo con la ayuda necesaria para llevarlo hasta el asentamiento, donde lo vendió por un galón de güisqui. Los habitantes de Petite Côte fueron entonces a buscar los otros dos. Eran unos cañones muy pequeños, pero de buen metal y bella factura, tallados y adornados con serpientes, como algunas de las piezas de campaña francesas. Se hallaron cincuenta balas de hierro al mismo tiempo que los cañones y también las conseguimos. Menciono la manera en la que nos hicimos con el cañón porque este desempeñó, como se verá más adelante, un papel importante en algunas de nuestras operaciones. Además de esto, poseíamos quince rifles de reserva, colocados en cajas y situados en la proa, con el resto del material pesado. Habíamos dispuesto el peso en esa zona para aproar bien la nave, pues esta es la mejor manera de navegar en un río, entre escollos y troncos.

En lo que a otras armas se refiere, íbamos suficientemente equipados; cada hombre, además de un rifle y municiones, tenía un hacha y un cuchillo. Cada una de las embarcaciones contaba con un puchero, tres hachas grandes, una cadena de remolque, dos hules para cubrir las mercancías cuando fuese necesario y dos esponjas grandes para achicar el agua. La piragua disponía además de un mástil pequeño y una vela (que había olvidado mencionar) y llevaba gran cantidad de brea, corteza de abedul y estopa, destinadas a las reparaciones. Llevaba también todos los productos indios que habíamos juzgado necesarios y que habíamos comprado a los de la embarcación del Misisipi. No era nuestro propósito comerciar con los indios, pero nos los habían ofrecido a un módico precio y consideramos mejor llevarlos con nosotros, ya que podían sernos de alguna utilidad. Consistían en pañuelos de seda y de algodón, hilo, sedales y cordel, sombreros, zapatos y calzas, cuchillería y cerrajería pequeñas; lienzos y algodones estampados, productos de Manchester, tabaco de fumar y de mascar, mantas abatanadas, juguetes y perlas de vidrio, etc. Todo esto había sido preparado en pequeños paquetes y cada uno de los hombres llevaba tres. Las provisiones estaban, asimismo, dispuestas de manera que se pudieran manejar cómodamente y repartidas entre ambas embarcaciones. Llevábamos, en total, dos quintales de carne de cerdo, seis de galletas y seis de pemmican, que había sido preparado en Petite Côte por los canadienses; estos nos habían dicho que la Compañía Peletera del Noroeste lo usaba en viajes largos en os que temían que la caza no fuese abundante. El pemmican se elabora de modo peculiar. Las partes magras de los animales más grandes se cortan en finos filetes y se ponen, bien en una parrilla de madera a fuego lento, bien se curan al sol (como hicimos nosotros), o bien se someten a temperaturas frías. Cuando están lo suficientemente secas, se colocan entre dos piedras grandes y así se pueden conservar durante años, pero si se guardan en grandes cantidades, fermentan con el deshielo en primavera y, a menos que se expongan al aire, se corrompen. Mientras se cuece, la grasa interior y la de las ancas se funden y se mezclan con la carne machacada, en igual proporción; después, se prensa todo en sacos y puede ser consumido directamente, sin ningún otro tipo de preparación y el sabor es muy agradable aunque no se añada ni sal ni legumbres. El mejor pemmican se elabora añadiendo tuétano y bayas secas, siendo un alimento de lujo. (3) Nuestro güisqui iba en garrafas de cinco galones cada una y llevábamos veinte de estas, o sea, cien galones en total.

Cuando todo estuvo bien colocado a bordo y todos nos hubimos embarcado, incluyendo al perro de Thornton, comprobamos que quedaba poco espacio libre, salvo en la gran cabina, que queríamos mantener sin mercancías, para dormir en ella cuando el tiempo fuese desapacible; aquí no teníamos nada excepto armas y municiones, algunas trampas de castor y una alfombra de pieles de osos. La falta de espacio nos sugirió una solución que de todas maneras hubiésemos tenido que adoptar: destacar a cuatro cazadores para que fuesen a pie por la orilla, de manera que nos abastecieran de caza, sirvieran de exploradores y nos avisaran si se acercaban los indios. A tal objeto, nos hicimos con dos buenos caballos, uno de ellos les fue confiado a Robert y Meredith Greely, que debían ir por la orilla sur, y el otro a Frank y Poindexter Greely, que se ocuparían de cubrir el lado norte. Gracias a los caballos, podrían traernos los animales que cazasen.

Ese arreglo aligeró considerablemente nuestras embarcaciones, reduciendo la carga a once personas. En la pequeña iban dos hombres de Petite Côte, junto con Toby y Pierre Junot; en la grande, el Profeta (como le llamábamos) o Alexandre Warmley, John Greely, Andrew Thornton, tres de los hombres de Petite Côte y yo, así como el perro de Thornton.

Nuestra manera de avanzar era, a veces, mediante remo, pero no siempre; lo más habitual era que nos propulsásemos gracias a las ramas de árboles de las orillas o, si el terreno lo permitía, usábamos una estaca de remolque, lo cual era lo más cómodo; algunos de nosotros halábamos desde la orilla, y los demás se quedaban a bordo para mantener las embarcaciones a distancia de la tierra, valiéndose de las pértigas. Muy a menudo usábamos solo estas. Los canadienses son muy expertos tanto en remar como en este método (que es bueno cuando el cauce del río no tiene demasiado lodo ni arenas movedizas y cuando la profundidad del agua lo permite). Emplean pértigas largas, rígidas y ligeras, con punta de hierro; se colocan con estas en la proa en número igual a cada lado, de cara a popa y hunden las pértigas en el agua, tocando fondo; una vez que las tienen bien sujetas, apoyan el extremo de las pértigas en el hombro, protegido por una almohadilla, y empujan así, caminando a lo largo de la borda y dan a la embarcación un impulso muy vigoroso. Cuando se emplea la pértiga no hay necesidad de timonel, ya que las pértigas dirigen la nave con portentosa precisión.

Con estos diversos modos de locomoción, que alternábamos cada cierto tiempo, según la necesidad que tuviésemos de vadear o portear nuestras embarcaciones en las corrientes rápidas o aguas superficiales, empezamos nuestro accidentado viaje, por el Misuri, río arriba. Las pieles, que considerábamos el objetivo principal de la expedición, las íbamos a obtener sobre todo de la caza y del trampeo, del modo más discreto posible y no del comercio directo con los indios, a los que, desde hacía tiempo, conocíamos como una raza por lo general traicionera, con la cual no era prudente tratar si el grupo era tan pequeño como el nuestro. El tipo de piel que exploradores anteriores se habían procurado en este mismo trayecto comprendía: castor, nutria, marta, lince, visón, mofeta, oso, zorro, glotón, lobo, búfalo, ciervo y alce, pero nosotros pensábamos limitarnos a las especies más valiosas.

La mañana de nuestra partida de Petite Côte fue alegre y placentera; el júbilo de nuestro grupo completo era infinito. El verano acababa de comenzar, y el viento, que en los primeros momentos soplaba fuerte, contenía después la suave voluptuosidad de la primavera. El sol brillaba con claridad, pero no con gran intensidad. El hielo había desaparecido del río y el caudal iba bastante crecido, disimulando los aluviones pantanosos e irregulares que, cuando las aguas son someras, desfiguran las riberas del Misuri. El río ofrecía un aspecto majestuoso, bañando, de un lado, los sauces y los algodoneros y, del otro, batiendo con estruendo los acantilados. Mientras mi vista contemplaba el río (que aquí se estrechaba hacia el oeste, de donde venía la corriente, hasta un punto muy lejano donde las aguas parecían fundirse con el cielo) meditaba sobre la inmensidad de ese territorio aún desconocido para el hombre blanco y quizá rebosante de las magníficas obras de Dios. Sentí una exaltación de espíritu como nunca antes había experimentado, y decidí en secreto que serían necesarios muchos obstáculos para impedirme navegar por ese noble río hasta más arriba de lo que había logrado llegar cualquier aventurero antes que yo. En aquel momento, parecía impelido por una energía sobrehumana y mis instintos animales aumentaron de tal modo que me resultaba casi imposible mantenerlos dentro de los estrechos límites de la embarcación. Ansiaba encontrarme en la orilla con los Greely para poder dar rienda suelta a esos sentimientos, saltando y corriendo por la pradera. Thornton compartía esas emociones conmigo, demostrando el más vivo interés por nuestra expedición y una gran admiración por los bellos paisajes que nos rodeaban; por ello, desde aquel mismo instante sentí más afinidad con él que con los demás. Jamás, en ningún período de mi vida, había experimentado con tal intensidad la necesidad de tener un amigo con quien conversar con franqueza, sin temor a no ser comprendido. La pérdida repentina de todos mis familiares me había afligido, aunque no había abatido mi espíritu, el cual parecía buscar sosiego en la contemplación de las salvajes escenas de la Naturaleza; y de esas escenas, como de las reflexiones que me provocaban, me era imposible, opinaba yo, gozar enteramente sin la compañía de alguien con quien compartirlas. Thornton era precisamente el tipo de persona a la que yo podía abrirle mi corazón, por más extravagantes que fuesen mis pensamientos, sin temor a caer en el ridículo y, es más, con la certeza de encontrar a un oyente tan apasionado como yo mismo. Jamás, ni antes ni después, encontré quien compartiera tan plenamente mis propias ideas en lo concerniente a los escenarios naturales; eso, por sí solo, bastó para ligarnos con una sólida amistad. Durante toda la expedición, estábamos tan unidos como lo hubieran podido estar dos hermanos, y yo no daba ningún paso sin consultarle. Pierre y yo éramos igualmente amigos, pero no existía entre nosotros esa comunión especial, la más potente entre los mortales. Su naturaleza, aunque sensitiva, era demasiado voluble como para contener un fervor tan intenso como el mío.

Los incidentes de nuestro primer día de viaje no contienen nada notable, salvo que tuvimos alguna dificultad en llegar, hacia la caída de la noche, hasta la boca de una gran cueva situada en la orilla sur del río. La cueva era de aspecto muy lúgubre; estaba situada al pie de un talud escarpado, de doscientos pies por lo menos y penetraba algo en el río. No podíamos distinguir claramente su profundidad, pero tenía de dieciséis a diecisiete pies de alto, y cincuenta, por lo menos, de ancho. (4) El agua discurría, en aquel lugar, a gran velocidad y, como la disposición del acantilado nos impedía toar, tuvimos que hacer un esfuerzo sumo para abrirnos camino; al final lo logramos acomodándonos todos, menos un hombre, en la embarcación más grande. Ese hombre se quedó en la piragua y la ancló debajo de la cueva. Uniendo nuestras fuerzas al remar, condujimos la embarcación grande hasta más allá de ese lugar, lanzando después un cable a la piragua y remolcándola con el mismo cable, una vez que hubimos ascendido. Aquel día pasamos los ríos Bonhomme y Osage Femme, dos pequeños arroyos y varios islotes de dimensiones exiguas. Recorrimos unas veinticinco millas, a pesar del viento contrario, y por la noche acampamos en la orilla norte, al pie de un rápido llamado Diablo.

Cuatro de junio. Esta mañana, temprano, Frank y Poindexter Greely llegaron al campo con un gamo gordo, partes del cual desayunamos repletos de felicidad; a continuación reemprendimos la marcha con entusiasmo. En el rápido del Diablo, la corriente se precipita con fuerza contra algunas rocas del lado sur que hacen la navegación incómoda. Un poco más arriba nos topamos con varios bancos de arena movediza que nos supusieron bastante problema; aquí las riberas se hunden continuamente, lo que, con el tiempo, va modificando el cauce. A las ocho nos llegó un buen viento fresco del este, gracias al cual pudimos avanzar rápidamente; tanto, que por la noche habíamos hecho quizá treinta millas o incluso más. Al norte del río Du Bois pasamos por un arroyo llamado Charité y por varios islotes. (5) El río crecía rápidamente cuando, por la noche, nos detuvimos bajo un bosquecillo de algodoneros, al no haber por las inmediaciones un terreno que nos conviniera para acampar. Hacía un tiempo magnífico y me sentía demasiado agitado como para dormir; por lo que, tras pedir a Thornton que me acompañara, di un paseo y no regresé hasta la madrugada. El resto de nuestro grupo estaba, por primera vez, en la cabina, que resultó ser lo bastante espaciosa como para acoger incluso a cinco o seis personas más. Un ruido extraño en cubierta les perturbó durante la noche; no consiguieron descubrir la causa porque, cuando algunos se precipitaron afuera para descubrir su procedencia, había desaparecido. Por lo que contaron del suceso, concluí que debía de haber sido el perro de un indio que había olfateado nuestras provisiones frescas (el gamo de la víspera) y se esforzaba en obtener una parte. Me sentí, así, perfectamente tranquilo, pero el suceso puso de relieve el gran riesgo que corríamos no montando guardia durante la noche y se convino que se haría a partir de entonces.

Habiendo relatado así, con las palabras del propio señor Rodman, los incidentes de los dos primeros días del viaje, nos abstendremos de seguirlo paso a paso en su ascenso Misuri arriba hasta la desembocadura del Plata, donde llegó el diez de agosto. Las características del río en toda esa parte son tan conocidas y han sido descritas con tanta frecuencia que hacerlo otra vez resultaría superfluo; para esta parte del viaje, el Diario apenas si menciona el aspecto de la región —junto con los sucesos habituales, relativos a la navegación y la caza—. El grupo hizo tres altos en el camino para colocar trampas, pero sin obtener grandes éxitos; y decidieron internarse más en el corazón del país antes de emprender la búsqueda sistemática de pieles. En lo concerniente a los dos meses que omitimos en el Diario, solo se deja constancia de dos acontecimientos importantes. Uno de ellos fue la muerte de un canadiense, Jacques Lauzanne, debido a la mordedura de una serpiente de cascabel; el otro fue el encuentro con una comisión española enviada para interceptar al grupo y hacerlo regresar. El oficial al mando, sin embargo, se interesó tanto por la empresa y le cogió tanto afecto al señor Rodman que nuestros viajeros pudieron proseguir. Muchos grupos pequeños de indios de Osage y de Kansas nos rondaban de vez en cuando, pero no mostraron la menor hostilidad. Dejamos, por ahora, a los viajeros en la desembocadura del río Plata, el diez de agosto de 1791, habiendo visto su número reducido a catorce.

 

(1) Ahora St. Charles (EDS. G. M.)

(2) El señor Rodman no ha dado ninguna descripción de sí mismo y la imagen de su grupo no estaría, de ningún modo, completa si faltase el retrato del jefe. «Tenía unos veinticinco años de edad —dice el señor James Rodman en un memorando que tenemos ahora delante de nuestros ojos— cuando partió hacia el río. Era un hombre de gran vigor y muy activo, pero de poca estatura, ya que no medía más de cinco pies y tres o cuatro pulgadas, de complexión fuerte, con las piernas algo arqueadas. Su fisonomía era de tipo hebraico; tenía los labios delgados y la expresión taciturna». (EDS. G. M.)

(3) El pemmican descrito aquí por el señor Rodman es completamente nuevo para nosotros y difiere mucho del que, sin duda, nuestros lectores conocen muy bien, gracias a las narraciones de Parry, Ross, Back y otros exploradores del norte. Este, si lo recordamos bien, se preparaba cociendo la carne magra durante largo tiempo (después de haber separado cuidadosamente la grasa) hasta que el caldo quedaba reducido a una muy pequeña parte del volumen inicial y obtenía una consistencia pastosa. A esto se le añadían muchas especias y sal, con lo que una pequeña cantidad del preparado contenía gran cantidad de nutrientes. No obstante, un cirujano americano, que tuvo ocasión de observar y experimentar el proceso de la digestión a través de una herida abierta en el estómago de un paciente, ha podido probar que el volumen por sí mismo es parte esencial de dicho proceso y que, por consiguiente, la condensación de las propiedades nutritivas de esta comida implica, en gran manera, una paradoja. (EDS. G. M.)

(4) La gruta aquí mencionada es conocida como la «Taberna» por comerciantes y barqueros. Hay algunas imágenes grotescas pintadas en los acantilados y hubo un tiempo en que los indios les tenían un gran respeto. El capitán Lewis dice, cuando habla de esta cueva, que tiene ciento veinte pies de anchura, veinte de alto y cuarenta de profundidad y que los acantilados que la rodeaban eran altos, de unos trescientos pies. Quisiéramos llamar la atención sobre el hecho de que en todos los puntos la descripción del señor Rodman se queda corta en relación con la del capitán Lewis. Pese a su manifiesto entusiasmo, nuestro viajero no es proclive a la exageración de los hechos. En diversas ocasiones se comprobará que sus datos en materia de cantidad (en el sentido estricto de la palabra) siempre se acercan más a la verdad, tal y como ha podido comprobarse con posterioridad. Consideramos esto como un muy notable rasgo de su personalidad; esto añade, además, mayor peso a aquellas observaciones suyas que se refieren a las regiones de las que no conocemos más que lo que él nos ha contado. En todos los casos en los que reseña sensaciones, sin embargo, el temperamento peculiar del señor Rodman le conduce al exceso. Por ejemplo, habla de la cueva en cuestión como de apariencia lúgubre y el tono de su relato a ese respecto se debe, sobre todo, al hecho de que sus sentimientos eran sombríos en el momento en el que pasó por allí. Convendría tener en cuenta estos detalles al leer su Diario. Nunca realza los hechos, pero las impresiones que de ellos obtiene presentan un tono de exageración para las personas de mentalidad poco proclive a las sensaciones. No obstante, no hay ninguna falsedad en sus exageraciones, salvo en lo que concierne a las apreciaciones generales de lo que ve y describe. Para él, ese tono en apariencia vulgar es el único tono posible, el verdadero. (EDS. G. M.)

(5) ¿La Charette? Du Bois es, sin lugar a dudas, el río Word. (EDS. G. M.)

CAPÍTULO III

     UNA VEZ que alcanzaron la desembocadura del Plata, nuestros viajeros acamparon durante tres días, en los que secaron y airearon sus mercancías y provisiones, confeccionando nuevos remos y pértigas y reparando la canoa de cortezas de abedul, que había experimentado repetidos percances. Los cazadores trajeron piezas en abundancia, en tal cantidad que abarrotaron las embarcaciones con ella. Había ciervos en profusión, así como pavos y gallos de buen año. Además, el grupo pudo disfrutar de diversas especies de pescado y hallaron, cerca de la orilla, una variedad exquisita de uva salvaje. Durante más de una quincena no habían visto ni a un solo indio ya que era la estación de las cacerías y estarían, sin duda, por las praderas ocupados en obtener bisontes. Tras haberse abastecido perfectamente, la tropa levantó el campamento y continuó Misuri arriba. Aquí retomamos el Diario y reproducimos sus palabras.

14 de agosto. Nos pusimos en camino con una deliciosa brisa del sureste y nos mantuvimos en la orilla sur, aprovechando las turbulencias y navegando a gran velocidad, a pesar de la corriente que, en el centro, era extraordinariamente crecida y violenta. A mediodía, nos detuvimos para examinar unos curiosos montículos de formas y dimensiones varias, en un lugar donde el terreno parece haberse hundido considerablemente, en una extensión de unas cincuenta hectáreas o más. Hay un gran estanque en las proximidades y parece haberse secado en la parte baja. Está cubierto de montículos de diversas formas y tamaños, formados todos de arena y barro; los más altos están situados muy cerca del río. No conseguí discernir si aquellas lomas eran de origen natural o artificial. Las podrían haber hecho los indios, a no ser por el aspecto del suelo, que parecía haber sufrido la violenta acción de las aguas. (1) Permanecimos en aquel lugar el resto del día, habiendo cubierto un total de veinte millas.

15 de agosto. Hoy hemos sufrido un viento contrario, fuerte y desagradable y hemos hecho solo quince millas, con gran esfuerzo; acampamos por la noche al pie de un acantilado de la orilla norte, que fue el primero que hallamos en aquella orilla desde que habíamos dejado el río Nodaway. Por la noche llovió a cántaros y los Greely trajeron sus caballos y se refugiaron en la cabina. Robert atravesó el río a nado en su caballo y volvió a la orilla sur en canoa a buscar a Meredith. Parecía no dar ninguna importancia a esas dos proezas, aunque la noche fuese una de las más oscuras y de las más tempestuosas que yo había visto jamás y, además, el río iba muy crecido. Permanecimos todos sentados en la cabina, muy a gusto, ya que el tiempo era fresco; Thornton nos mantuvo despiertos mucho tiempo, amenizándonos la velada con historias sucesivas de sus aventuras con los indios del Misisipi. Su enorme perro parecía escuchar con una profunda atención y no perder ni una palabra de lo que se decía. Cuando contaba una historia particularmente increíble, Thornton se dirigía a él como si fuese testigo. «Nep —decía—, ¿recuerdas esa ocasión?»; o bien: «Nep puede jurar que es verdad, ¿verdad, Nep?»; entonces el animal alzaba los ojos, sacaba una lengua monstruosa y movía la cabeza arriba y abajo como para decir: «¡Oh, es tan cierto como la misma Biblia!». Aunque todos sabíamos que el perro había aprendido ese truco de su amo, no podíamos dejar de reírnos a carcajadas cada vez que Thornton apelaba a él.

16 de agosto. Esta mañana temprano rebasamos una isla y un arroyo de cerca de quince yardas de ancho y luego, doce millas más arriba, una gran isla situada en medio del río. Ahora teníamos altas praderas y colinas arboladas al norte y, al sur, terreno bajo cubierto de álamos de Virginia. El río era tortuoso en extremo, pero no tan rápido como antes de pasar el Plata. En suma, hay menos árboles que antes y estos son, sobre todo, olmos, álamos de Virginia, nogales americanos, nogales y algunos robles. Tuvimos vientos fuertes casi todo el día; gracias a esto y a las turbulencias recorrimos veinticinco millas antes de que llegara la noche. Acampamos al sur, en una gran llanura cubierta de alta hierba, en la que había numerosos ciruelos y arbustos de grosella. Detrás de nosotros se erguía una colina empinada cubierta de árboles; después de haberla escalado, hallamos otra pradera que se extendía hasta una distancia de cerca de una milla, que, por el otro lado, daba a otra colina arbolada casi igual a la anterior, seguida también de una gran pradera que se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista. Desde los acantilados, pudimos contemplar uno de los más bellos panoramas del mundo. (2)

17 de agosto. Permanecimos todo el día en el campamento dedicándonos a tareas diversas. Acompañado por Thornton y su perro, me dirigí a cierta distancia hacia el sur y quedé cautivado por la voluptuosa belleza de aquella región. Las praderas superaban en hermosura a todo cuanto se ha descrito en los cuentos de Las mil y una noches. En las orillas de los arroyos brotaban flores agrupadas en formas tan caprichosas que parecían ser más bien resultado del Arte que de la Naturaleza, de tan exuberante y soberbia que resultaba la manera en la que sus vivos colores se fusionaban. Sus ricos perfumes eran casi opresivos. De vez en cuando, llegábamos a una especie de isla verde, repleta de árboles, en medio de un océano de flores purpúreas, azules, anaranjadas o carmesíes que ondulaban agitabas por el viento. Esas islas estaban atestadas de majestuosos robles a cuya sombra la hierba parecía un manto de suave terciopelo verde; por sus enormes troncos trepaban, en la mayoría de los casos, una plétora de parras resonantes de deliciosos racimos maduros. A lo lejos, el Misuri presentaba su más grandiosa estampa; y muchas de las islas diseminadas en su curso estaban totalmente cubiertas de matorrales de ciruelos y de otras bayas, salvo en aquellos lugares por donde pasaban angostos y laberínticos senderos, como los paseos en un jardín inglés; y, por esos paseos, podíamos divisar alces y antílopes que, sin duda, los habían abierto. A la puesta del sol, regresamos al campamento, henchidos de gozo por nuestra excursión. La noche era calurosa y los mosquitos nos incomodaron extremadamente.

18 de agosto. Hoy hemos atravesado una parte angosta del río que no tenía una anchura superior a los doscientos pies; el canal rápido estaba muy obstruido por troncos y maderas flotantes. La embarcación grande ha topado con un tronco y se ha llenado de agua hasta la mitad antes de que hayamos podido sacarla del peligro. En consecuencia, nos hemos visto forzados a detenernos para inspeccionar nuestras pertenencias. Parte de las galletas se estropeó, pero no la pólvora. Permanecimos allí todo el día, no habiendo recorrido más de cinco millas.

19 de agosto. Partimos de madrugada e hicimos grandes progresos. El día era fresco y estaba nublado y hacia mediodía cayó un chaparrón que nos caló hasta los huesos. Dejamos un arroyo al sur, cuya entrada quedaba prácticamente oculta por una gran isla de arena, de aspecto peculiar. Avanzamos quince millas más. Las zonas altas, aquí, quedan alejadas del río y separadas por una distancia de unas diez a veinte millas. Al norte hay una gran cantidad de madera de excelente calidad, pero muy poca en el lado del sur. Cerca del río hay bellas praderas y, a lo largo de la orilla, descubrimos cuatro o cinco tipos diferentes de uvas, todas de buen sabor y bastante maduras; una es uva grande, púrpura, de insuperable calidad. Los cazadores regresaron al campamento por la noche, procedentes de una y otra ribera, y nos trajeron tanta caza que no sabíamos qué hacer con ella: urogallos, pavos, dos ciervos, un antílope y gran número de pájaros amarillos con las alas de rayas negras —estos últimos resultaron tener un sabor delicioso—. Ese día hicimos unas veinte millas.

20 de agosto. El río, esta mañana, estaba lleno de médanos y otros obstáculos, pero avanzamos con ánimo y llegamos, antes de la noche, a la desembocadura de un arroyo bastante ancho, a casi veinte millas de nuestro último campamento. El arroyo viene del norte y frente a la desembocadura tiene una gran isla. Aquí montamos nuestro campamento, con la resolución de quedarnos cuatro o cinco días para trampear castores, porque veíamos numerosos indicios de su presencia por las inmediaciones. La isla era uno de los sitios más encantadores del mundo, parecía un lugar mágico y colmó mi alma de las más gozosas y nuevas emociones. Todo aquel escenario parecía un recuerdo de lo que yo soñaba cuando era niño en vez de un lugar real. Las orillas descendían hasta el agua en pendientes muy suaves y las alfombraba un césped corto y fino, de un verde brillante, que era visible bajo la superficie de las aguas a cierta distancia de la orilla, sobre todo en el lado norte, donde el límpido arroyo se juntaba con el río. Alrededor de la isla, cuya superficie era de unos veinte acres, había una hilera interrumpida de álamos de Virginia; sus troncos estaban repletos de vides ahítas de fruta y tan cerca los unos de los otros que apenas podíamos vislumbrar el río a través del follaje. En esta parte la hierba era un poco más alta, de textura más gruesa, con bandas blancas o de un amarillo pálido en medio de cada brizna y exhalaba un perfume exquisito, parecido al de la vainilla, pero mucho más intenso y que impregnaba la atmósfera toda. La hierba olorosa común en Inglaterra es, sin duda, de la misma especie, pero muy inferior tanto en belleza como en perfume. Entretejidas crecían, en todas direcciones, miríadas de las más brillantes flores, en plena floración, y la mayoría de ellas de deliciosos olores; las había azules, de un blanco inmaculado, de amarillo vivo, púrpuras, carmesíes, de un rojo chillón y algunas tenían pétalos abigarrados como los de los tulipanes. Pequeños grupos de cerezos o de ciruelos crecían en todas direcciones y había numerosos senderos estrechos y curvos, abiertos por los alces o los antílopes, y que contorneaban la isla. Casi en el centro brotaba, de un grupo de rocas escarpadas y enteramente cubiertas de musgo y de vides en flor, una fuente de aguas dulces y claras. El conjunto tenía la completa apariencia de un jardín artificial, pero era infinitamente más bello —se parecía a una de esas escenas de encantamientos que se describen en los libros antiguos—. Allí estábamos todos en éxtasis y montamos nuestro campamento con gran júbilo en medio de aquel retiro de placeres.

[El grupo permaneció allí una semana, tiempo durante el cual los alrededores del lado norte fueron explorados en muchas direcciones, procurándose algunas pieles, sobre todo, en el arroyo arriba mencionado. El tiempo era agradable y la felicidad de los viajeros no se vio alterada en ese Paraíso Terrenal. El señor Rodman, sin embargo, no escatimó en precauciones y se apostaron centinelas cada noche, mientras se reunían en el campamento y se divertían. Nunca antes se habían celebrado tales festejos y juergas; los canadienses demostraron ser los tipos más preparados del mundo en materia de canciones y de bebidas. No hacían sino comer, cocinar, danzar y corear canciones francesas. Durante el día se ocupaban, sobre todo, de cuidar el campamento, mientras que los miembros más fiables del grupo salían y se dedicaban a la caza o al trampeo. En una de esas salidas, el señor Rodman disfrutó de una excelente oportunidad de observar los hábitos del castor, y lo que cuenta sobre ese peculiar animal es de sumo interés, tanto más cuanto que su descripción difiere considerablemente, en algunos aspectos, de las descripciones más frecuentes.

Como de costumbre, le habían acompañado Thornton y su perro, y habían subido hasta el nacimiento de un riachuelo, en las tierras altas, a unas diez millas del río. Por fin, el grupo llegó a un lugar en el que los castores habían construido una amplia presa con el fin de contener el arroyo. Uno de los extremos del pantano estaba ocupado por una densa arboleda de sauces, algunos de los cuales colgaban sobre el agua en un lugar donde había muchos castores. Nuestros aventureros se deslizaron con precaución hasta la arboleda y, dejando a Neptuno a cierta distancia, lograron trepar, sin ser observados, a un gran árbol de follaje espeso, desde donde pudieron contemplar de cerca todo lo que sucedía abajo.

Los castores estaban reparando una parte de la presa y cada uno de sus movimientos podía ser observado con total claridad. Uno tras otro, los arquitectos se acercaban al borde del pantano, cada uno llevaba una ramita en la boca. Con esta se aproximaba al dique y la depositaba con mucho cuidado, atravesada, en el punto que había cedido. Una vez hecho esto, se sumergía de nuevo para reaparecer, unos segundos más tarde, con una cierta cantidad de fango espeso, que primero estrujaba para quitarle tanta agua como fuese posible y después colocaba, ayudándose con sus patas y con su cola (de la que se servía como de una llana) en la rama que acababa de poner en la brecha. A continuación desaparecía entre los árboles y otro miembro de la comunidad le sucedía, realizando, con gran minuciosidad, la misma operación.

De esta forma el daño sufrido por la presa iba a ser reparado muy pronto. Los señores Rodman y Thornton observaron la marcha de los trabajos durante dos buenas horas y dan cuenta de la notable habilidad de los artesanos. No obstante, en cuanto un castor se iba del borde del pantano para buscar una rama, desaparecía entre los sauces, para gran descontento de los observadores, que estaban ansiosos por ver el resto de sus maniobras. Sin embargo, trepando un poco más alto todo quedó desvelado. Un pequeño sicomoro había sido derribado, al parecer, y yacía despojado de casi todas sus ramitas; algunos castores estaban todavía ocupados en desprender las que quedaban, royéndolas, y en llevarlas al dique. Mientras tanto, un gran número de animales rodeó un árbol mucho más viejo y mucho más grande que estaban empeñados en derribar. Había cincuenta o sesenta de estas criaturas alrededor del tronco y seis o siete trabajaban a la vez, marchándose de uno en uno conforme se sentían fatigados; otro le reemplazaba inmediatamente, ocupando el lugar vacante. Cuando nuestros viajeros descubrieron el sicomoro, el tronco estaba ya profundamente cortado, pero solo del lado del pantano en cuya orilla crecía. La incisión tenía un ancho de casi un pie y era un corte tan limpio como si hubiese sido hecho por un hacha; y el suelo, al pie del árbol, estaba cubierto de finas virutas parecidas a pajas, separadas, roídas y abandonadas; parece ser que estos animales solo usan las cortezas como alimentos. Mientras trabajaban, algunos se sentaban sobre las patas traseras, como hacen las ardillas, y roían la madera; tenían las patas delanteras apoyadas en el borde de la abertura y las cabezas muy hundidas en el hueco. No obstante, dos de ellos se habían colocado completamente dentro de la hendidura; allí, tendidos por entero, trabajaban con gran afán durante un breve espacio de tiempo, después de lo cual otros compañeros los relevaban.

Aunque la situación de nuestros viajeros era cualquier cosa menos cómoda, tan inmenso era su interés de contemplar la caída del sicomoro, que permanecieron resueltamente en sus puestos hasta la caída de sol; esto es, pasaron allí ocho horas. Su principal dificultad fue la de impedir que Neptuno se zambullera en el pantano en persecución de los yeseros que reparaban el dique. El ruido que hacía, más de una vez turbó a los que roían el árbol, que, de vez en cuando, se estremecían como movidos por un instinto común y, atentamente, escuchaban durante varios minutos. Sin embargo, conforme se acercaba la noche, el perro cesó de agitarse y se quedó quieto; mientras tanto, los castores proseguían con su labor sin perturbarse. 

Justo cuando comenzó a caer el sol, se produjo una súbita conmoción entre los cortadores de madera, que saltaron lejos del árbol y se fueron hacia el lado que todavía no habían tocado. Un instante después, el árbol se inclinó gradualmente hacia el lado roído, hasta que los bordes del corte se tocaron; no obstante, no cayó, ya que la corteza, que permanecía intacta, lo sujetaba. En ese momento esta fue atacada con ahínco por tantos castores como pudieron abrirse hueco y pronto estaba cortada; entonces el gran árbol, al cual, de manera tan ingeniosa, se le había dado la inclinación apropiada, cayó con un inmenso estruendo y tendió una gran parte de sus ramas superiores por encima de la superficie del pantano. Logrado esto, la comunidad entera pareció juzgar que merecía asueto y, cesando de repente sus tareas, empezaron a perseguirse unos a otros en el agua, sumergiéndose y chapoteando con las colas.

La explicación que aquí se da del método que emplea el castor para cortar los árboles es la más detallada que conocemos, y parece definitiva para saber si los actos de aquel animal están o no previamente calculados. La intención de hacer caer el árbol en la dirección del agua parece más que obvia. Como se recordará, el capitán Bonneville no está conforme con la opinión de que el animal posea tal discernimiento y cree que este no tiene otro propósito que el de hacer caer el árbol sin llevar a cabo ningún cálculo en relación al modo de la caída. Esta habilidad, según su opinión, le ha sido atribuida porque, en general, los árboles que crecen cerca de las orillas tienen el tronco inclinado hacia el agua, o bien las ramas principales se inclinan hacia ese lado, hacia donde se dirigen en busca de luz, espacio y aire. El castor, dice, ataca, como es lógico, los árboles que están más a su alcance y en los bordes del río o del estanque y, una vez cortados, caen, como es natural, hacia el agua. Esa observación es acertada, pero de ninguna manera demuestra la ausencia de cálculo por parte del castor, cuya habilidad, a fin de cuentas, es mucho mayor que la que se da en muchos otros tipos de animales inferiores —la hormiga león, la abeja o los corales—. Es probable que si al castor se le diese a elegir entre dos o tres árboles, el uno inclinado sobre el agua y el otro no, al abatir el primero, desestimaría como superfluas las precauciones descritas, pero las observaría al abatir el segundo.

En una parte posterior del Diario se añaden otros detalles acerca de las costumbres de estos singulares animales y del tipo de trampas que empleó el grupo para cazarlos; se incluyen aquí con el fin de ofrecer coherencia. El principal alimento de los castores es la corteza de los árboles; de esta acumulan grandes provisiones para el invierno, escogiendo con cuidado y método las especies más convenientes. Una tribu entera, formada a veces por doscientos o trescientos de ellos, sale con el objeto de abastecerse y pasa por bosques con árbo les aparentemente iguales, hasta que encuentran un ejemplar que se ajusta a sus gustos. Lo derriban y quitándole las ramas más tiernas, las dividen en pequeños trozos de dimensiones iguales, que después despojan de su corteza y los llevan al riachuelo más cercano a su aldea para que floten hasta su destino. A veces los almacenan para el invierno, sin haberlos desprovisto de su corteza; en ese caso, los castores tienen mucho cuidado a la hora de sacar de sus moradas los desechos de madera, que llevan a cierta distancia en cuanto se han comido la corteza. Durante la primavera, los machos no permanecen jamás con la tribu, sino fuera de la aldea, ya sea solos, ya en grupos de dos o tres; parece que entonces pierden sus aptitudes y se convierten en presa fácil para un trampero habilidoso. En verano vuelven a casa y se ocupan, junto con las hembras, en acumular provisiones para el invierno. Se les describe como animales sumamente feroces cuando están irritados.

De vez en cuando se les puede capturar en la orilla, sobre todo en primavera, época en la que a los machos les gusta alejarse un poco más de la orilla en busca de sustento. Cuando se les sorprende así es fácil matarlos con un simple golpe de estaca, aunque el método más seguro y eficaz de capturarlos es mediante una trampa. Esta se construye de manera que simplemente coja al animal por la pata. El cazador suele colocarla en algún lugar cercano a la orilla, justo bajo la superficie del agua, atándola con una cadenita a una pica hundida en el barro. En la boca del artefacto se coloca el extremo de una ramita; el otro extremo, que ha sido empapado de un líquido cuyo olor atractivo para el castor, asoma por encima de la superficie. Tan pronto como el animal lo huele, frota el hocico contra la rama y, al hacer eso, pisa la trampa, la dispara y queda capturado. La trampa pesa muy poco con el fin de que sea fácilmente transportable y la presa podría huir fácilmente si no fuese por la cadena que la sujeta; ninguna otra atadura resistiría los dientes del castor. El cazador experto nota enseguida la presencia del castor en un estanque o río; lo descubre por miles de indicios que no proporcionarían ni la menor pista a un observador sin experiencia.

Muchos de esos exactos cortadores de árboles que los dos viajeros habían observado con tanta atención desde lo alto del árbol, fueron después víctimas de un cepo; y sus hermosas pieles cayeron en manos de los cazadores, que hicieron graves estragos en las madrigueras del pantano. Otras aguas de las cercanías fueron igual de propicias para los viajeros; a resultas de ello, durante mucho tiempo recordaron esa isla, en la desembocadura del arroyo, como la isla de los Castores. Se marcharon de ese pequeño paraíso el veintisiete del mes; se sentían plenos de entusiasmo y, prosiguiendo su, hasta entonces, poco azaroso viaje, llegaron el día uno de septiembre, sin que les hubiese acontecido ningún incidente notorio, a la desembocadura de un río procedente del sur, al que llamaron río de los Groselleros, porque en sus orillas crecían numerosas bayas, aunque en realidad era, sin duda alguna, el Quicourre. En lo que a ese período se refiere, los principales asuntos que se mencionan en el Diario son las numerosas manadas de bisontes que, en todas direcciones, oscurecían la pradera y las ruinas de una fortaleza situada en la orilla sur del río, casi delante de la extremidad superior de una isla que después fue bautizada como Isla Bonhomme. Se proporciona una minuciosa descripción de esas ruinas que concuerda, en los detalles importantes, con la de los capitanes Lewis y Clarke.

Los viajeros habían pasado los ríos Little Sioux, Floyd, Great Sioux, Whitestone y Jacques, al norte, así como el riachuelo Wawandysenche y el río White-Pain, al sur, pero en ninguno de estos cursos fluviales se detuvieron largo tiempo para cazar. También habían pasado por la gran aldea de los Omahas, sobre la que no se recoge nada en el Diario. Esa aldea, en aquel tiempo, contenía más de trescientas casas y allí habitaba una tribu numerosa y poderosa; sin embargo, no se encuentra en los bordes mismos del Misuri, y las embarcaciones debieron de pasar por allí de noche —el grupo había empezado a actuar de ese modo por miedo a los siux—. Retomamos la narración del señor Rodman el día dos de septiembre].

2 de septiembre. Habíamos llegado a la parte del río donde, según todos los informes, era fácil ser atacados por los indios y nos volvimos extremadamente cautos en nuestro proceder. Esta era la zona habitada por los siux, tribu guerrera y cruel que, en varias ocasiones, había demostrado su hostilidad hacia los blancos y que estaba en continua lucha con sus vecinos. Los canadienses tenían mucho que contar acerca de la propensión a la barbarie de esos salvajes y yo me temía que esos cobardes aprovecharan la primera oportunidad que tuviesen para desertar y volver al Misisipi. Para disminuir las posibilidades de fuga, quité a uno de ellos de la piragua y lo reemplacé por Poindexter Greely. Todos los Greely regresaron a bordo, dejando los caballos sueltos en la orilla. He aquí la nueva distribución: en la piragua, Poindexter Greely, Pierre Junot, Toby y un canadiense; en la embarcación grande, yo mismo, Thornton, Wormley, John, Frank, Robert, Meredith Greely, tres canadienses y el perro. Zarpamos a la caída de la tarde y, como teníamos un buen viento del sur, avanzamos rápidamente; no obstante, conforme caía la noche, los bajos fondos de arenas movedizas nos crearon bastantes dificultades. Pese a ello, proseguimos nuestro rumbo sin interrupción alguna hasta que apuntó el día, momento en el que nos refugiamos en la desembocadura de un riachuelo y ocultamos las embarcaciones debajo de los espesores de la orilla.

3 y 4 de septiembre. Durante esos dos días llovió y el viento sopló con tanta violencia que no salimos de nuestro refugio. El mal tiempo abatió nuestros espíritus en extremo, y las narraciones de los canadienses acerca de los terribles siux no sirvieron nada más que para empeorar la situación. Nos reunimos todos en la cabina de la embarcación grande y deliberamos sobre los pasos a seguir con posterioridad. Los Greely eran defensores de seguir adelante a través de esa peligrosa zona, pues pensaban que las historias de los viajeros eran exageraciones y que los siux se limitarían a molestarnos sin llegar a atacarnos abiertamente. Wormley y Thornton, por lo contrario, así como Pierre Junot (que tenían un gran conocimiento sobre el carácter de los indios) consideraban que nuestra política actual era la mejor, aunque eso nos iba a obligar a emplear más tiempo en el viaje de lo que habría sido necesario. Mi opinión coincidía con la de ellos; actuando tal y como lo estábamos haciendo, teníamos posibilidades de no tropezarnos con los siux y, en cuanto lo que al retraso se refiere, no veía que fuese a tener consecuencia alguna.

5 de septiembre. Partimos de noche y, cuando comenzó a amanecer, habíamos recorrido unas diez millas; ocultamos las embarcaciones como la víspera, en un estrecho arroyo, que se ajustaba bien a nuestro propósito ya que su boca estaba casi bloqueada por una isla cubierta de arbolado. Volvió a llover violentamente y nos calamos hasta los huesos antes de haberlo recogido todo en orden y de habernos refugiado en la cabina. El mal tiempo nos entristecía, en especial a los canadienses, quienes se encontraban muy desanimados. Habíamos llegado a una parte angosta del río, donde la corriente era impetuosa; las orillas de ambos lados eran escarpadas y estaban repletas de robles, nogales, fresnos y castaños. Éramos conscientes de que, a través de esa estrecha garganta, nos sería extremadamente difícil pasar inadvertidos, ni tan siquiera siendo de noche, y aumentaron nuestros temores de ser atacados. Decidimos no proseguir viaje hasta más tarde y avanzar de la manera más sigilosa posible. Entretanto, apostamos a un centinela en la orilla y a otro en la piragua, mientras que los demás nos encargábamos de inspeccionar las armas y las municiones y de prepararnos para lo peor.

Hacia las diez, cuando nos disponíamos a partir, el perro lanzó un gruñido que hizo que todos corriésemos hacia nuestros rifles; pero la causa no fue otra sino un indio de la tribu de los Poncas que se acercó de manera campechana al centinela de la orilla con la mano extendida. Lo llevamos a bordo y le ofrecimos güisqui, lo que le volvió muy hablador; nos dijo, entonces, que su tribu, que vivía algunas millas más abajo, vigilaba nuestros movimientos desde hacía varios días, pero que los Poncas eran amistosos y no molestarían a los blancos y que, cuando regresáramos, harían negocios con nosotros. Le habían enviado para avisar a los blancos de que se guardaran de los siux, que eran muy ladrones y que estaban esperando la llegada del grupo, 20 millas más arriba, emboscados en un recodo del río. Había allí tres bandas de siux, dijo, y su intención era matarnos para vengar una injuria, proveniente de un trampero francés, que tuvo que soportar, hace muchos años, uno de sus jefes.

 

(1) Hoy se sabe con precisión que aquellos montículos indican la situación de la antigua aldea de los Ottoes, que antaño fueron una poderosa tribu. Diezmados por continuos combates, se pusieron bajo la protección de los Pawnees y emigraron al sur del Plata, a unas treinta millas de su desembocadura. (Eds. G. M.)

(2) Council Bluffs. EDS. G. M.

CAPÍTULO IV

     [DEJAMOS A nuestros exploradores, el día 5 de septiembre, ante la amenaza de un inminente ataque de los siux. Las desorbitadas historias sobre la brutalidad de esta tribu habían hecho que el grupo intentase evitarlos por todos los medios, pero el relato del amigable ponca puso de relieve que un encuentro era inevitable. Los viajes nocturnos fueron, pues, abandonados y se decidió afrontar la situación con audacia y tretas. Lo que quedaba de la noche del día 5 se empleó en prácticas bélicas. La embarcación grande se despejó, lo mejor posible, para la acción, otorgándole un fiero aspecto, acorde con las circunstancias. Entre otros preparativos de defensa, se colocó el cañón sobre cubierta, situándolo en la proa con una carga de balas a modo de metralla. Justo antes del alba, los aventureros partieron río arriba, llenos de valor, favorecidos por un fuerte viento. A fin de que el enemigo no percibiera atisbo alguno de miedo o desconfianza, el grupo al completo se unió a los canadienses en una jocosa tonadilla de marineros, que cantaban lo más alto que podían, haciendo que los bosques resonasen y que los bisontes se quedasen mirándolos.

Los siux, por cierto, parecen haber sido la pesadilla par excellence del señor Rodman, quien se extiende en hablar sobre ellos y sus hazañas con un énfasis especial. La narración incluye una detallada descripción de la tribu, descripción que solo seguiremos en lo que aporta de nuevo o de gran interés. Sioux es el nombre con que los franceses designan a esos indios; los ingleses lo han convertido en siux. Se dice que su nombre primitivo era darcotas. En su origen, habitaban las orillas del Misisipi, pero, poco a poco, fueron extendiendo sus dominios y, en la época del Diario, ocupaban casi enteramente el amplio territorio circunscrito por el Misisipi, el Saskatchawine, el Misuri y el río Rojo del lago Winnipeg. Se subdividían en numerosos clanes. Los darcotas propiamente dichos eran los winowacants, llamados Gens du Lac por los franceses; ascendían a unos quinientos guerreros que habitaban en ambas riberas del Misisipi, en las cercanías de las cascadas de San Antonio. Vecinos de los winowacants eran los wappatomies, que residían más hacia el norte, junto al río de San Pedro y eran cerca de doscientos. Más arriba aún, en el curso del río de San Pedro, vivía una tribu de cien hombres que se llamaban wappytooties, entre ellos, y a los que los franceses designaban con el nombre de Gens des Feuilles. Más arriba todavía y, cerca de su nacimiento, residían los sissytoonies, que eran, más o menos, unos doscientos. Los yanktons y los tetons moraban en el Misuri. Los yanktons, a su vez, se dividían en dos ramas, la septentrional y meridional, la primera de las cuales vivía a la manera tradicional de los árabes en las llanuras donde nacen los ríos Rojo, Siux y Jacques y contaba aproximadamente con quinientos hombres. La rama meridional ocupaba la región comprendida entre el río Des Moines por una parte y los ríos Jacques y Siux por la otra y eran unos quinientos. De estos, los siux más conocidos por sus actos de violencia son los tetons, que comprenden cuatro tribus: los saonies, los minnakenozzies, los okydandies y los bosques quemados. Estos últimos, una parte de los cuales se disponía ahora a interceptar a nuestros viajeros, eran los más salvajes y temibles de todos ellos; constituían un grupo de unos doscientos hombres que habitaban en ambas orillas del Misuri, cerca de los ríos que los capitanes Lewis y Clarke denominaron como Tetón y Blanco. Justo por debajo del río Vhayenne vivían los okydandies, que no superaban los ciento cincuenta. Los minnakenozzies —doscientos cincuenta— ocupaban un territorio entre el Cheyenne y el Watarhoo; los saonies, la más importante de las tribus de los tetons, compuesta por más de trescientos guerreros, poblaban las cercanías de Warreconne.

Además de esas cuatro divisiones —los siux más conocidos— existían cinco tribus de disidentes llamados assiniboins: doscientos assiniboins menatopé, en el río del Ratón, entre el Assiniboin y el Misuri; doscientos Gens des Feuilles assiniboins, en ambas orillas del río Blanco; los grandes diablos, cuatrocientos cincuenta, que vagaban por los alrededores de los ríos Porcupine y Leche; junto a otras dos tribus cuyos nombres no se citan pero que erraban por las orillas del Saskatchawine y comprendían, en conjunto, unos setecientos guerreros. Esos disidentes se hallaban, con recuencia, en guerra con los siux propiamente dichos, de los cuales descendían.

En lo que a su apariencia física se refiere, los siux son, en general, una raza fea y algo deforme; sus extremidades son demasiado pequeñas en proporción al tronco, según nuestros cánones; tienen los pómulos altos, los ojos saltones y carentes de expresión. Los hombres llevan la cabeza afeitada, salvo un pequeño punto en la coronilla, de la que pende un largo mechón trenzado que les llega hasta los hombros; cuidan escrupulosamente este mechón, que cortan en ciertas circunstancias de tristeza o solemnidad. Un jefe siux totalmente ataviado ofrece un aspecto sorprendente; lleva el cuerpo entero embadurnado de grasa y de carbón y una camisa de cuero le llega hasta la cintura y, a su alrededor, se pone un cinturón de ese mismo material o un paño de cerca de una pulgada de ancho del que cuelga un pedazo de piel que pasa entre los muslos. Sobre los hombros se echa un manto de bisonte blanco, que se pone con el pelo para dentro cuando hace buen tiempo, pero hacia fuera cuando llueve. Esta prenda es lo suficientemente grande como para cubrir todo el cuerpo y, con frecuencia, se ornamenta con púas de puercoespín (que hacen un ruido muy estrepitoso cuando el guerrero se mueve) y con una gran variedad de figuras muy mal pintadas, que representan el carácter militar del que la lleva. En la coronilla lleva una pluma de halcón adornada con espinas de puercoespín. A guisa de pantalones viste unas calzas de piel de antílope con unas costuras de más de dos pulgadas a cada lado, salpicadas de pequeños mechones de pelo humano, trofeos de alguna expedición en busca de cabelleras. Los mocasines son de piel de alce o de bisonte y el pelo se lleva hacia dentro; en ocasiones especiales el jefe puede llevar la piel de un turón colgando de cada uno de sus talones. De hecho, los siux sienten una gran inclinación hacia este animal fétido, cuya piel es muy apreciada para hacer petacas y otros accesorios.

La indumentaria de las mujeres de los jefes es también interesante. Llevan los cabellos largos, con la raya en medio y sueltos, o los llevan recogidos con una especie de redecilla. Sus mocasines no difieren de los de sus maridos, pero las calzas solo les llegan hasta las rodillas, donde se juntan con una incómoda camisa de piel de alce que les cuelga hasta los tobillos, sostenida por un cordel cruzado sobre los hombros. Esa camisa suele ir ceñida al talle por una fajilla y se ponen, encima de ella, un manto de bisonte igual al de los hombres. Las tiendas de los siux tetons son de construcción minuciosa, consistentes, hechas con pieles blancas de bisonte, y sujetas al suelo mediante estacas.

La región plagada por esta tribu se extiende a lo largo de los bancos del Misuri a lo largo de más de ciento cincuenta millas y comprende, sobre todo, praderas, aunque hay a veces alguna colina. Las últimas están cortadas por gargantas y quebradas profundas, secas a mitad del verano, pero que sirven de cauce a turbios e impetuosos torrentes, en la estación de las lluvias. Sus orillas están ribeteadas de espesos bosques tanto en las zonas altas como bajas, pero la impresión que prevalece en el viajero es la de una tierra sombría y pobre, cubierta de densa hierba y desprovista de árboles. El terreno está muy impregnado de sustancias minerales de muy variadas clases, especialmente sulfato de sodio, caparrosa, azufre y alumbre, que tiñen el agua del río, proporcionándole un olor y sabor nauseabundos. Los animales salvajes más comunes son el bisonte, el ciervo, el alce y el antílope. Retomamos, de nuevo, las palabras del Diario].

6 de septiembre. La región estaba despejada y el día era claramente agradable, así que, a pesar de la inminencia del ataque, nos sentíamos todos de bastante buen humor. Hasta el momento no habíamos divisado ni a un solo indio y avanzábamos raudos a través de su temido territorio. Yo era, sin embargo, tan plenamente consciente de sus tácticas como para saber que estábamos siendo vigilados muy de cerca; también tenía la convicción de que tendríamos noticias de los tetons en el primer desfiladero que les proporcionase un buen rincón desde el que atacarnos. 

Hacia el mediodía uno de los canadienses dio la voz de alarma: «¡Los siux! ¡Los siux!», mientras señalaba una quebrada, larga y estrecha, que cruzaba la pradera a nuestra izquierda y se extendía, en dirección al sur, desde las orillas del Misuri hasta donde alcanzaba la vista. Aquella quebrada era el lecho de un riachuelo, que ahora llevaba poca agua, y cuyos flancos se erguían a cada lado como enormes y verdaderas murallas. Con un catalejo pude apreciar, con gran rapidez, la causa de la alarma del viajero. Un nutrido grupo de siux a caballo descendía por el desfiladero en fila india con la clara intención de pillarnos desprevenidos. Las plumas de sus pipas les delataban porque, de vez en cuando, veíamos cómo alguna sobrepasaba los bordes de la quebrada; esto sucedía cuando algún accidente del terreno obligaba al portador a elevarse. Adivinamos que los siux iban a caballo por el movimiento de las plumas. El grupo que se nos acercaba venía a gran velocidad; así que di orden de remar a toda prisa para llegar antes que ellos a la boca del riachuelo. Tan pronto como los indios se dieron cuenta de que aumentábamos nuestra velocidad porque los habíamos descubierto, lanzaron un fuerte grito, salieron de la quebrada y galoparon hacia nosotros; eran unos cien.

Nuestra situación era ahora un tanto alarmante. En casi ninguno de los otros lugares del Misuri por los que habíamos pasado aquel día me habría preocupado tanto de aquellos depredadores; pero precisamente aquí las orillas eran escarpadas y altas como los bordes de un desfiladero; esto permitía que los salvajes se hallasen en situación de podernos contemplar al completo, al tiempo que nuestro cañón, en el que habíamos depositado toda nuestra esperanza, no nos podía ayudar a contenerlos. Por si estas dificultades fueran pocas, la corriente en la parte central del río era tan turbulenta y fuerte que no podíamos avanzar sino soltando nuestras armas y esforzándonos al máximo con los remos. En la orilla norte el agua era muy escasa, incluso para la piragua, y el único modo de avanzar, si es que nos decidíamos a intentarlo, era pasar a un tiro de piedra de la orilla sur, donde estaríamos completamente a merced de los siux, pero donde podríamos avanzar rápidamente gracias a los bicheros y ayudados por el viento y los remolinos. Si los salvajes nos hubiesen atacado en ese momento, no sé cómo hubiésemos podido escapar de ellos. Iban todos bien provistos de arcos, flechas y pequeños escudos redondos, y presentaban una estampa harto distinguida y pintoresca. Algunos jefes portaban lanzas adornadas con ricos estandartes y lucían un aspecto realmente gallardo. El retrato adjunto muestra al comandante en jefe de la partida que nos cortó el paso; fue esbozado por Thornton en fecha posterior.

Indian on horseback

O la buena suerte o la gran estupidez de los indios, mitigó, de modo inesperado, el peligro que nos acechaba. Los salvajes, que habían galopado hasta el borde del acantilado que quedaba justo por encima de nosotros, lanzaron un nuevo grito y empezaron a hacer gestos cuyo significado interpretamos de inmediato como indicaciones de que nos detuviéramos y de que nos dirigiéramos a tierra. Yo me esperaba algo así y había decidido que lo más prudente sería no obedecer y seguir nuestra ruta. Mi negativa a parar tuvo un efecto positivo, pues los indios se quedaron totalmente perplejos ante nuestra conducta, mirándonos atónitos mientras proseguíamos nuestro camino sin prestarles atención alguna. En ese momento empezaron una alterada conversación entre ellos y, finalmente, no sabiendo qué hacer, dieron media vuelta hacia el sur y desaparecieron al galope, dejándonos tan sorprendidos como contentos por su partida.

Entretanto, nos aprovechamos al máximo de nuestra inesperada suerte y seguimos remando con todas nuestras fuerzas para salir de esa escarpada región antes de que nuestros enemigos volvieran. Unas dos horas después les divisamos de nuevo por el sur, a una gran distancia, y eran muchos más que antes. Llegaban a gran galope y pronto estuvieron en la orilla del río, pero nuestra posición era ahora mucho más ventajosa pues las orillas iban en declive y no había en ellas árboles que pudieran proteger a los indios de nuestros disparos. Además, la corriente no era muy rápida y podíamos mantenernos en la zona central del río. La tropa, al parecer, se había retirado solo para procurarse un intérprete, que venía entonces montado en un gran caballo gris y, adentrándose tanto como pudo en el agua sin que su caballo dejase de hacer pie, nos gritó, en un francés defectuoso, que nos detuviéramos y que nos dirigiéramos a tierra. Le dije a uno de los canadienses que le respondiese que para complacer a nuestros amigos, los siux, estábamos dispuestos a detenernos un momento y a conversar con ellos, pero que sería un gran inconveniente para nosotros acercarnos a la orilla, pues no podíamos hacerlo sin incomodar a nuestro espíritu de la gran medicina (el canadiense señaló, entonces, nuestro cañón) que estaba ansioso por proseguir su viaje y al cual no nos atrevíamos a desobedecer. 

Ante esto, los indios empezaron otra vez sus agitados susurros y gesticulaciones, y parecían no saber en absoluto cómo actuar. Entretanto, se anclaron las embarcaciones en un lugar favorable para nosotros; por mi parte, yo estaba decidido a luchar, si era necesario, y a darles una lección que les inspirara sano temor en un futuro. Pensé que era sumamente improbable quedar en buenos términos con esos siux que, en el fondo de su alma, eran nuestros enemigos y que solo evitaríamos que nos saqueasen y nos asesinasen si quedaban convencidos de nuestra superioridad. Si accedíamos a sus peticiones, ir a tierra, e incluso si lográbamos una tranquilidad momentánea valiéndonos de concesiones y de regalos, tal conducta sería solo un paliativo y no una cura radical de nuestros males. Con toda seguridad, tarde o temprano, saciarían su sed de venganza y si nos permitían partir ahora, nos atacarían más adelante, en un lugar más desfavorable, donde no pudiéramos ahuyentarlos ni infundirles temor alguno. Situados como estábamos ahora podíamos darles una lección que recordarían; y es probable que nunca volviésemos a encontrarnos en unas circunstancias tan ventajosas. Pensando de este modo, y como todos los del grupo, salvo los canadienses, eran de mi misma opinión, me determiné a adoptar una actitud osada y a provocar hostilidades en vez de a evitarlas. Era lo único que podíamos hacer. Los salvajes no tenían a la vista más armas de fuego que una vieja carabina que llevaba uno de los jefes; y sus flechas no les servirían de mucho dada la gran distancia que nos separaba. En cuanto a su número, poco nos preocupaba. Su posición era tal que quedarían plenamente expuestos al barrido de nuestro cañón.

Cuando Jules (el canadiense) hubo acabado su discurso acerca de incomodar a nuestro espíritu de la gran medicina, y cuando la agitación de los indios se hubo calmado un poco, el intérprete habló otra vez y profirió tres preguntas. En primer lugar, quería saber si teníamos tabaco, güisqui o armas de fuego; en segundo lugar, si no deseábamos que los siux viniesen a ayudarnos a remar cuando subiéramos río arriba hasta la región de los ricarees, que eran unos grandes canallas; y tercero, si nuestro espíritu de la gran medicina no era una enorme y fuerte langosta verde.

A estas preguntas, planteadas con una profunda seriedad, Jules respondió, tras mis indicaciones, como sigue. Primero, que teníamos güisqui en abundancia, así como tabaco junto con una provisión inagotable de armas de fuego y de pólvora; pero que nuestro espíritu de la gran medicina acababa de decirnos que los tetons eran unos canallas aún mayores que los ricarees, que eran enemigos nuestros, y que nos habían estado esperando emboscados desde hacía muchos días para atacarnos y matarnos y que no debíamos darles nada, ni tener con ellos trato alguno; que, por consiguiente, temíamos hacerles regalos por miedo a desobedecer a nuestro espíritu de la gran medicina, con el que no se podían gastar bromas. Segundo, que después de lo que acabábamos de saber acerca de los siux tetons no podíamos tomarlos a bordo para remar; y tercero, que, afortunadamente para ellos (los siux), nuestro espíritu de la gran medicina no había oído su última pregunta acerca de la langosta. Nuestro espíritu de la gran medicina podía ser cualquier cosa, pero desde luego no era una gran langosta verde, y que pronto lo comprobarían, muy a su pesar, si no se iban todos ellos, inmediatamente, a ocuparse de sus propios asuntos.

Pese al inminente peligro en el que nos encontrábamos, apenas si podíamos mantener nuestra seriedad al ver el aire de profunda admiración y estupefacción con que los salvajes escucharon nuestras respuestas; creo que se hubieran dispersado de inmediato y nos hubieran dejado continuar nuestro viaje si no hubiese sido por mis desafortunadas palabras de que ellos eran unos canallas más grandes que los ricarees. Al parecer, este era el peor insulto que se les podía proferir, lo que los llevó a un estado de furia incontrolable. Oímos las palabras «ricarees, ricarees», repetidas una y otra vez con gran énfasis y cólera; y el grupo, por lo que pudimos apreciar, se dividió en dos facciones: una que insistía en el inmenso poder de nuestro espíritu de la gran medicina y otro que insistía en el insulto ultrajante de haber sido llamados mayores canallas que los ricarees. Mientras la situación así se hallaba, nosotros mantuvimos nuestra posición en medio del río, resueltos firmemente a descargar una buena dosis de pólvora a la primera muestra de iniquidad.

Entonces, el intérprete del caballo gris entró otra vez en el río y dijo que él pensaba que nosotros no éramos mejores que otros, que todos los rostros pálidos que habían surcado el río con anterioridad se habían mostrado amigos de los siux y les habían hecho grandes regalos; que ellos, los tetons, estaban decididos a no dejarnos avanzar ni un solo paso a no ser que nos acercáramos a tierra y les entregáramos todas nuestras armas y güisqui, junto con la mitad de nuestro tabaco; que era evidente que éramos aliados de los ricarees (que se encontraban en guerra con los siux) y que nuestro objetivo era llevarles provisiones, cosa que no debíamos hacer; en fin, que ellos no tenían una opinión muy elevada de nuestro espíritu de la gran medicina, pues nos había mentido respecto a las intenciones de los siux y porque, creyésemos nosotros lo que creyésemos, aquello no era sino una gran langosta verde. Estas últimas palabras, acerca de la gran langosta verde, fueron repetidas por todo el grupo, al tiempo que el intérprete las pronunciaba, y vociferadas a pleno pulmón, como para provocar al espíritu de la gran medicina. Al mismo tiempo la banda se agitó en un salvaje desorden, galopando con gran furia en pequeños círculos, haciendo gestos despectivos y provocativos, blandiendo lanzas y tensando flechas.

Yo sabía que el ataque era perentorio; decidí, pues, anticiparme a él de inmediato, antes de que ninguno de nosotros fuese herido por sus armas; nada se obtendría con la dilación y todo con una acción rápida y resoluta. Tan pronto como se presentó una ocasión favorable di la orden de abrir fuego y fui obedecido al instante. El resultado de la descarga fue muy grave y surtió los efectos esperados. Seis indios murieron y quizá tres veces otros tantos quedaron malheridos. Los restantes, presas de gran pánico, se alejaron en desorden hacia la pradera; mientras tanto, nosotros levábamos anclas, recargábamos el cañón y nos acercábamos con arrojo hacia la orilla. Cuando llegamos a ella, no había ni un solo tetón a la vista que no estuviese herido.

Entonces dejé a John Greely con tres canadienses a cargo de las embarcaciones, bajé a tierra con el resto de los hombres y dirigiéndome a un salvaje que estaba gravemente herido, pero no de muerte, le hablé valiéndome de Jules. Le dije que los blancos teníamos buena disposición para con los siux y para con todos los indios; que el único objeto de nuestro viaje era el de cazar castores y ver el hermoso país que el Gran Espíritu les había entregado a los hombres rojos; que cuando hubiéramos conseguido tantas pieles como deseábamos y visto todo lo que habíamos venido a ver, regresaríamos a casa; que habíamos oído que los siux, y especialmente los tetons, eran una raza belicosa y que, sabiendo eso, habíamos traído a nuestro espíritu de la gran medicina para protegernos; que este estaba ahora muy indignado con los tetons, a causa del insulto intolerable que le habían dirigido al llamarle langosta verde (cosa que no era en absoluto); que me había costado mucho esfuerzo convencerlo de que no persiguiera a los guerreros que habían huido y de que no sacrificara a los heridos que yacían ahora a nuestro alrededor; y que había logrado calmarlo solo gracias a que yo me había hecho personalmente responsable de la buena conducta futura de los salvajes. Al llegar a este punto de mi discurso, el pobre hombre pareció muy aliviado y me tendió la mano en signo de amistad. Se la estreché y le aseguré que tendrían mi protección mientras no nos molestasen; a continuación les hice donación, a él y al resto de los heridos, de veinte rollos de tabaco, algunas pequeñas herramientas, abalorios de vidrio y franela encarnada.

Mientras todo esto sucedía, estábamos muy pendientes por si regresaban los siux que habían huido. Cuando terminé de repartir los regalos, se veía a muchos de ellos en la distancia y, con toda seguridad, también los vio el salvaje herido, pero pensé que sería más inteligente simular que no los había visto y, poco después, regresábamos a los barcos. Todo este embrollo nos entretuvo tres horas enteras y eran cerca de las tres de la tarde cuando pudimos reemprender nuestro camino. Nos dimos mucha prisa, ya que yo deseaba estar lo más lejos posible de la escena del combate, antes de que llegara la noche. Teníamos un fuerte viento de popa y, a medida que avanzábamos, la corriente iba disminuyendo gracias a que el río se ensanchaba. Recorrimos, por tanto, mucho trecho y, hacia las nueve de la noche, llegamos a una isla grande, cubierta de árboles, situada cerca de la orilla norte y al lado de la desembocadura de un pequeño riachuelo. Resolvimos acampar allí y, apenas pusimos los pies en tierra, uno de los Greely disparó a un hermoso bisonte y se hizo con él; esos animales abundaban en la isla. Después de apostar a los centinelas para la noche, nos comimos parte de la joroba en la cena, acompañada de tanto güisqui como nos apeteció. Hablamos entonces sobre los sucesos del día, y la mayoría de los hombres consideró lo acontecido como un excelente entretenimiento; pero yo no podía sentirme partícipe de su alegría. Nunca jamás, hasta entonces, había yo derramado sangre humana; y aunque el buen sentido me decía que había adoptado la decisión más inteligente y la que, a fin de cuentas, era la menos dañina, mi conciencia rehusaba darme la razón y me murmuraba pertinazmente al oído: «Lo que has vertido es sangre humana». Las horas pasaban despacio y me resultó imposible dormir. Por fin amaneció y, con el fresco rocío, las aun más frescas brisas y las sonrientes flores, me invadió un nuevo arrojo y un estado de ánimo más determinado que me permitieron sopesar con mayor sangre fría lo que había sucedido y centrarme solo en que lo importante era la urgente necesidad de la hazaña.

7 de septiembre. Partimos temprano e hicimos bastante trayecto con un viento del este fuerte y frío. Hacia el medio día llegamos a la garganta superior de lo que recibe el nombre de la Gran Bifurcación, un lugar en el que el río hace un recorrido de treinta millas entre dos puntos cuya distancia, en línea recta, no llega a mil quinientas yardas. Seis millas más allá se encuentra un riachuelo de unas treinta y cinco yardas de anchura que proviene del sur. Allí la comarca ofrece un aspecto solemne; a ambos lados del río las orillas están cubiertas de piedras redondas que la corriente ha ido desprendiendo de los acantilados, y tiene a lo largo de muchas millas una apariencia singular. El canal es poco profundo y está, a menudo, obstruido por alfaques. El cedro se da aquí más que cualquier otro tipo de madera y las praderas están cubiertas por una especie de chumberas muy firmes, entre las que nuestros hombres tuvieron muchas dificultades para andar calzados, como iban, con mocasines.

A la puesta del sol, cuando intentábamos evitar un canal rápido, tuvimos la mala suerte de que el babor de nuestra embarcación grande chocase contra el borde de un alfaque; esto nos hizo escorar de tal manera que, pese a nuestro mucho esfuerzo, casi se llenó de agua. A resultas de ello, la pólvora que no estaba embalada sufrió un inmenso daño y también se estropearon los productos indios que transportábamos. Tan pronto como advertimos que la embarcación se escoraba, saltamos todos al agua, que en aquel lugar nos llegaba a las axilas, y, empleando todas nuestras fuerzas, enderezamos el lado que se inclinaba. No por eso conseguimos salir del apuro; todos nuestros esfuerzos fueron solo suficientes para evitar que la embarcación volcara y ninguno de nosotros podía alejarse un poco para empujarla. Nos vimos libres del problema, de manera harto inesperada, cuando el alfaque entero se hundió bajo la embarca ción; esto sucedía justo en el mismo momento en que estábamos a punto de perder toda esperanza. En esta zona todo el lecho del río está obstruido por bancos movedizos, que frecuentemente cambian de sitio con una gran rapidez y sin causa aparente. Los alfaques están compuestos por una arena fina, dura y amarilla, que una vez seca, adquiere la apariencia de un vidrio brillante, casi imperceptible.

8 de septiembre. Nos encontrábamos en el corazón del país de los tetons, y permanecíamos alerta, deteniéndonos lo menos posible y solo en las islas, que rebosaban muy variados tipos de caza: bisontes, alces, ciervos, cabras, ciervos de cola negra, antílopes y barnaclas de diferentes especies. Las cabras son extraordinariamente mansas y no tienen barba. El pescado no abunda tanto aquí como río abajo. John Greely mató un lobo blanco en una quebrada de uno de los islotes más pequeños. Dada la dificultad de la navegación y la necesidad frecuente de halar las embarcaciones, ese día avanzamos muy poco.

9 de septiembre. El frío iba en aumento, lo que nos hacía a todos sentirnos más ansiosos de abrirnos camino a través del territorio de los siux, pues sería muy peligroso asentarnos en sus proximidades durante el invierno. Nos esforzamos hasta la extenuación y avanzamos tan rápido como pudimos mientras los canadienses cantaban y vociferaban por el camino. De vez en cuando divisábamos, muy en la distancia, a un tetón solitario; pero no hubo intento alguno de acercársenos, lo que nos dio arrestos. Ese día recorrimos veintiocho millas, y acampamos por la noche, con gran júbilo, en una gran isla repleta de caza y cubierta de álamos.

[Omitimos las aventuras del señor Rodman desde esta fecha hasta el diez de abril. El último día de octubre, no habiendo sucedido nada de trascendencia, la expedición avanzó hasta un pequeño riachuelo que denominaron de la Nutria; remontándolo, encontraron una isla que se ajustaba a sus propósitos donde construyeron un fuerte de troncos de madera y se instalaron allí durante el invierno. Ese lugar se encuentra justo encima de las viejas aldeas de los ricaree. Varios grupos de estos indios visitaron a nuestros viajeros y se mostraron muy afables con ellos —tenían noticias de la refriega con los tetons, cuyo resultado les había complacido inmensamente—. No se produjo ningún otro lance con los siux. El invierno transcurrió de manera apacible y sin incidente digno de mención. El diez de abril la expedición reemprendió su viaje].

CAPÍTULO V

      10 de abril. El tiempo volvía a ser placentero y nuestros ánimos se vieron gratamente reanimados. El sol empezaba a cobrar fuerza, y el río, según nos dijeron los indios, se iba limpiando de hielo hasta pasadas cien millas. Nos despedimos de Pequeña Serpiente [uno de los jefes de los ricarees que había dado a los viajeros numerosas pruebas de amistad durante el invierno] y de su grupo, con gran pesar y, después de haber almorzado, reemprendimos nuestro viaje. Perrin [un agente de la compañía peletera de la Bahía de Hudson que se dirigía a Petite Côte] nos siguió, junto con tres indios, durante las primeras diez millas, luego se despidió de nosotros y regresó a la aldea, donde (según supimos más tarde) encontró una violenta muerte a manos de una india a quien había insultado de algún modo. Cuando el agente nos dejó, remamos con gran ímpetu río arriba y avanzamos mucho, a pesar de la fuerza de la corriente. Por la tarde, Thornton, que llevaba varios días quejándose, cayó gravemente enfermo; tanto, que insistí en que volviéramos a nuestro refugio hasta que estuviera restablecido, pero él se negó con tal obstinación que tuve que desistir en mi empeño. Le preparamos un cómodo lecho en la cabina y le procuramos todos los cuidados a nuestro alcance, pero tenía una fiebre violenta, con ataques de delirio ocasionales y me temía que íbamos a perderlo. Entretanto, avanzábamos resueltamente; por la noche habíamos recorrido veinte millas, una excelente jornada.

11 de abril. El buen tiempo continuaba. Salimos temprano, y el viento, que nos era favorable, nos ayudó mucho; de no haber sido por la enfermedad de Thornton, habríamos estado todos muy contentos. Thornton parecía empeorar muy rápidamente y yo no sabía cómo actuar. Hacíamos todo lo que podíamos para que estuviese cómodo; Jules, el canadiense, le preparó una infusión con hierbas de la pradera que le hizo sudar y la fiebre se le alivió un poco. Por la noche, nos detuvimos junto a la orilla norte; tres cazadores fueron a la pradera, a la luz de la luna, y volvieron a la una de la mañana, sin sus fusiles y con un voluminoso antílope.

Contaron que habían recorrido varias millas y llegado a las orillas de un hermoso riachuelo, cuando, con gran sorpresa y espanto, se tropezaron con un gran número de siux saonis; estos los capturaron y se los llevaron a más de una milla de distancia, a una especie de recinto cercado construido con barro y ramas en el que había un numeroso rebaño de antílopes. Cada vez entraban más animales de estos al cercado, cuyo acceso estaba dispuesto de manera que la huida era casi imposible. Era esta una práctica anual de los indios. En otoño los antílopes se alejan de la pradera para ir a buscar refugio y alimentos a la región montañosa del sur del río. En primavera regresan en grandes manadas que se capturan fácilmente atrayéndolas hacia recintos como el arriba descrito.

Los cazadores (John Greely, el Profeta y un canadiense) habían perdido la esperanza de escaparse de los indios (que eran más de cincuenta) y se habían resignado a morir. Greely y el Profeta habían sido desarmados y estaban atados de pies y manos; al canadiense, sin embargo, y por alguna razón incomprensible, lo habían dejado desatado y no le habían quitado nada más que el fusil; los salvajes no le privaron de su cuchillo de cazador (que, probablemente, no descubrieron porque lo llevaba escondido en una especie de vaina en uno de los lados de sus calzas) y, en general, lo trataban de manera muy diferente a como trataban a sus compañeros. Esa circunstancia fue la que facilitó la liberación del grupo.

Eran, quizás, las nueve de la noche cuando fueron hechos prisioneros. Brillaba la luna, pero como el aire era más frío que de costumbre para aquella estación, los salvajes habían encendido dos grandes hogueras a cierta distancia del cercado para no asustar a los antílopes que seguían llegando sin cesar. En esas hogueras, los indios se afanaban en cocinar sus presas cuando los cazadores salieron de entre los árboles. Greely y el Profeta, después de haber sido desarmados y atados con fuertes correas de piel de bisonte, fueron arrojados a los pies de un árbol, a cierta distancia de la fogata; mientras tanto, al canadiense lo dejaron sentarse junto a uno de los fuegos, vigilado por dos salvajes; el resto de los indios formaba círculo alrededor de la otra hoguera, que era mayor. Las horas avanzaban lentamente y los cazadores estaban convencidos de su inminente muerte; las correas de los dos que estaban atados les causaban, además, un dolor insoportable, por lo mucho que se las habían apretado. El canadiense había intentado entablar conversación con sus guardianes, con la esperanza de sobornarlos y de que le dejasen marcharse, pero no pudo hacerse comprender. Hacia medianoche, los indios que estaban alrededor del fuego grande se vieron súbitamente importunados por varios antílopes de gran tamaño que se colocaron en el centro de la hoguera. Esos animales se habían abierto paso a través del muro de barro donde estaban cercados y, locos de rabia y asustados, se dirigieron en estampida hacia la luz del fuego, igual que hacen los insectos de noche. Parece, sin embargo, que los saonis no habían oído hablar nunca de que estos animales, normalmente tímidos, fuesen capaces de actos de este tipo, pues se sintieron aterrorizados ante tan inesperada irrupción y su alarma se convirtió en una completa consternación cuando el resto de la manada capturada corrió hacia ellos, en tropel, un minuto después de la evasión de los primeros. Los cazadores nos describieron la escena como una de las más extrañas que habían vivido. La bestias habían enloquecido aparentemente y la velocidad y el ímpetu con los que volaban, más que brincaban, entre las llamas y entre los salvajes aterrorizados, ofrecía, según Greely (hombre nada inclinado a la exageración) un espectáculo no solo imponente, sino terrible. Lo arrasaron todo en su primera embestida; después de haber acabado con la hoguera grande, corrieron hacia la pequeña, esparciendo las brasas; luego volvieron, como desconcertados, a la grande y así sucesivamente, adelante y atrás hasta que ambos fuegos quedaron extinguidos; entonces, en pequeñas manadas, se precipitaron raudos como el rayo hacia el bosque.

Muchos de los indios fueron derribados en aquel frenético alboroto y algunos, sin duda, debieron resultar no solo grave sino mortalmente heridos por las afiladas pezuñas de los antílopes. Otros se echaron al suelo boca abajo y así evitaron sufrir daños. El Profeta y Greely, que no estaban cerca de las hogueras, no corrieron peligro. El canadiense fue derribado de una coz en la primera de las embestidas, lo que le dejó sin sentido durante algunos minutos. Cuando volvió en sí, la oscuridad era casi completa; la luna había desaparecido detrás de una gran nube de tormenta, y los fuegos estaban casi apagados, pues solo quedaban algunos rescoldos esparcidos por acá y por allá. No vio ningún indio cerca de sí y levantándose de inmediato para huir, se dirigió como pudo hacia el árbol junto al cual yacían sus dos camaradas. No tardó mucho en librarlos de las ligaduras y los tres partieron a gran velocidad hacia el río, sin acordarse, en aquel momento, de sus fusiles ni nada que no fuera su salvación. Cuando hubieron recorrido varias millas, y viendo que nadie los perseguía, moderaron el paso y se dirigieron hacia un manantial para beber un trago de agua. Fue aquí donde encontraron el antílope que, como antes dije, trajeron consigo a las embarcaciones. El pobre animal yacía jadeante, sin poderse mover, en la orilla del riachuelo. Tenía una pata rota y marcas evidentes del fuego. Sin duda pertenecía a la manada que había sido causa de la liberación de nuestros hombres. Si hubiese habido posibilidad de que el animal se restableciera, los cazadores no lo habrían matado como muestra de gratitud, pero su estado era lamentable, de suerte que el Profeta puso fin a sus sufrimientos y lo trajo a las embarcaciones donde, al día siguiente, nos sirvió para preparar un excelente desayuno.

12, 13, 14 y 15 de abril. Durante estos cuatro días continuamos nuestro viaje sin ninguna aventura digna de mención. El tiempo era muy agradable durante la parte central del día, pero las noches y las mañanas eran intensamente frías y tuvimos fuertes heladas. La caza abundaba. Thornton continuaba muy delicado y su enfermedad me preocupaba y entristecía en grado sumo. Echaba mucho de menos nuestras charlas y ahora me daba cuenta de que era el único, entre todos los del grupo, en quien podía confiar plenamente. Con esto solo quiero decir que él era el único a quien podía y quería abrir mi corazón, corazón que albergaba locas esperanzas y estrambóticos sueños, y no que ninguno de los demás fuese indigno de plena confianza. Por el contrario, éramos todos como hermanos y jamás tuvo lugar entre nosotros una disputa de importancia. Parecía que un solo interés nos unía; o, mejor, parecíamos un grupo de aventureros sin ningún fin concreto, simples viajeros por placer. No podría, sin embargo, decir con exactitud qué idea tenían los canadienses a este respecto. Estos tipos hablaban mucho de los beneficios de la expedición y, especialmente, de las ganancias que ellos esperaban obtener; no obstante, no creo que esto les preocupase en exceso, pues eran los más sencillos y serviciales de todos los seres sobre la faz de la Tierra. En cuanto al resto de la tripulación, no tengo la menor duda de que los beneficios pecuniarios de la empresa eran lo último en lo que pensaban. Algunos datos concretos del sentimiento que prevalecía entre todos nosotros acontecieron durante el viaje. Ciertos aspectos que, al escoger nuestras paradas, en otras circunstancias, hubiesen sido considerados como de gran importancia, se trataban aquí como superfluos y se relegaban o se desechaban con los más frívolos pretextos. Hombres que habían recorrido millares de leguas a través de parajes inhóspitos, acuciados por terribles peligros, soportando estremecedoras privaciones, con el objeto evidente de conseguir pieles, raramente se preocupaban por conservarlas una vez que las habían obtenido y abandonaban tras de sí, sin un lamento, un cache repleto de magníficas pieles de castor, antes que renunciar al placer de seguir el curso de un río de aspecto romántico o de penetrar en una caverna escarpada y peligrosa para buscar minerales cuyos usos desconocían y de los que se desprendían a la primera oportunidad.

En todo esto yo coincidía con el resto del grupo; y he de decir que, a medida que avanzábamos en nuestro viaje, iba perdiendo interés en el objetivo principal de la expedición y me sentía cada vez más inclinado a buscar la pura distracción, si es que es posible designar con una palabra tan pobre como distracción esa profunda e intensísima emoción con que yo contemplaba las maravillas y las majestuosas bellezas de aquellas tierras inexploradas. Apenas ponía el pie en una región, me sentía presa del deseo irresistible de ir más lejos y de explorar otra. Y aun así, me sentía todavía demasiado apegado a la civilización como para ser capaz de dejarme llevar plenamente por mi ardiente amor hacia la Naturaleza y hacia lo desconocido. No podía evitar percatarme de que algunas huellas de hombres blancos —aunque pocas— me habían precedido en este viaje; de que algunos ojos, antes que los míos, se habían sentido cautivados por los mismos espectáculos que me rodeaban a mí. De no haber sido por esa emoción que me embargaba sin cesar, quizá me hubiera desviado más de mi ruta, para examinar la configuración del terreno de las riberas del río, para penetrar profundamente, de vez en cuando, en zonas que se alejaban hacia el norte y sur de nuestra ruta. Pero estaba ávido por avanzar, por llegar, si ello era posible, más allá de los límites de la civilización; por ver, si podía hacerlo, esas montañas gigantescas de cuya existencia sabíamos solo por las vagas descripciones de los indios. Esas ocultas esperanzas y deseos yo no los compartía con nadie, salvo con Thornton. Él participaba en todos mis proyectos visionarios y compartía plenamente las ideas de ese espíritu romántico que insuflaba mi alma. Su enfermedad, pues, era para mí un amargo mal. Empeoraba por días, y quedaba fuera de nuestro alcance procurarle alivio alguno.

16 de abril. Hoy hemos tenido una lluvia fría con un fuerte viento del norte, que nos ha obligado a permanecer anclados hasta hora muy avanzada de la tarde. A las cuatro proseguimos el viaje y, cuando llegó la noche, habíamos avanzado cinco millas. Thornton estaba mucho peor.

17 y 18 de abril. Durante estos dos días continuó el mal tiempo, crudo y desagradable, con el mismo viento frío del norte. Vimos grandes bloques de hielo en el río que estaba muy crecido y fangoso. Las horas transcurrían penosamente y no avanzábamos nada. Parecía que Thornton estaba muriendo; decidí entonces acampar en el primer lugar propicio y permanecer allí hasta que su enfermedad llegase a su fin. A mediodía, pues, remamos río arriba por un ancho afluente que procedía del sur e instalamos nuestro campamento en tierra firme.

25 de abril. Permanecimos cerca de ese afluente hasta esta mañana, cuando, con gran alegría nuestra, Thornton se encontraba lo suficientemente restablecido como para continuar. El tiempo era agradable y avanzábamos despreocupadamente por una zona magnífica sin tropezar ni con un solo indio y sin que ocurriese ningún incidente destacable hasta el último día del mes; día en el que llegamos a la región de los mandans, o más bien, de los mandans, minnetarees y ahnahaways; ya que estas tres tribus viven unas cerca de las otras habitando cinco aldeas. No hace muchos años, los mandans ocupaban nueve aldeas a unas ochenta millas río abajo, cuyas ruinas habíamos atravesado sin saber lo que eran; siete estaban al oeste y dos al este del río; pero fueron diezmados por la viruela y por sus viejos enemigos, los siux, hasta que se vieron reducidos a un puñado; fue entonces cuando subieron hasta el lugar en que se encuentran hoy. [El señor Rodman proporciona aquí un informe bastante detallado de los minnetarees y ahnahaways o wassatoons; pero nosotros hemos optado por omitirlo, pues no difiere en nada importante de los testimonios habituales que se dan en relación a estos pueblos]. Los mandans nos recibieron de manera cordial y permanecimos en las cercanías tres días, durante los cuales examinamos y reparamos la piragua e hicimos otros arreglos. También obtuvimos una buena provisión de cereal de grano duro, de colores variados, que los salvajes habían conservado durante el invierno en hoyos delante de sus chozas. Mientras estuvimos con los mandans, recibimos la visita de un jefe de los minnetarees, llamado Waukerasah, que se comportó con gran corrección y nos fue de mucha ayuda. Contratamos a su hijo para que nos acompañara como intérprete hasta la Gran Bifurcación. Entregamos a su padre varios regalos con los que se mostró muy satisfecho. (1) El día uno de mayo nos despedimos de los mandans y proseguimos nuestro viaje.

1 de mayo. El tiempo era templado y la comarca empezaba a adquirir un aspecto encantador con una exuberante vegetación, que estaba ahora ya muy crecida. Las hojas de los álamos lucían tan grandes como una corona y muchas flores ya estaban abiertas del todo. Las tierras bajas se extendían aquí más de lo habitual y se encontraban repletas de árboles. Crecían en abundancia los álamos, sauces comunes y rojos y había muchísimos rosales. Más allá de las tierras bajas, la región se extendía hacia una inmensa llanura desprovista de árboles. El suelo era considerablemente rico. La caza era aun más abundante que hasta entonces. Por cada orilla nos precedía uno de nuestros cazadores; y hoy nos han traído un alce, una cabra, cinco castores y un buen número de chorlitos. Los castores son poco esquivos y fáciles de capturar. Este animal es un bonne bouche para comer; especialmente su cola, que es de textura gelatinosa como las aletas del halibut. Una cola de castor es suficiente como para proporcionar comida abundante para tres hombres. Recorrimos veinte millas antes de que anocheciera.

2 de mayo. Tuvimos el viento a nuestro favor esta mañana y nos servimos de las velas hasta el mediodía, cuando decidimos que estábamos algo cansados y que era suficiente por hoy. Nuestros cazadores salieron y enseguida volvieron con un inmenso alce al que Neptuno había abatido tras una larga persecución, pues el animal solo había sido ligeramente herido por unos perdigones. Medía seis pies de altura. A la caída de la tarde cazamos también un antílope. En cuanto la bestia vio a nuestros hombres, echó a correr a gran velocidad, pero, pasados algunos minutos, volvió sobre sus pasos, aparentemente por curiosidad; después se fue otra vez brincando. Repitió estas idas y venidas, acercándose cada vez más, hasta que se puso a tiro y el Profeta le dio. Era magro y había tenido crías. Estos animales, aunque muy ágiles, nadan mal y son, con frecuencia, presa de los lobos cuando van contra corriente. Hoy hemos recorrido doce millas.

3 de mayo. Esta mañana hemos avanzado mucho y por la noche habíamos completado treinta millas. La caza continuaba siendo abundante. A la largo de la orilla había gran cantidad de bisontes muertos y vimos a muchos lobos devorando los restos. Huían en cuanto nos aproximábamos. Desconocíamos la causa de la muerte de los bisontes, pero algunas semanas más tarde se resolvió el misterio. Llegamos a una angostura del río donde los bordes eran escarpados y el agua profunda; vimos entonces una gran manada de estas enormes bestias nadando a través de la corriente y nos detuvimos para observar cómo actuaban. Descendían en diagonal siguiendo el curso del agua y, aparentemente, habían entrado en el río por una garganta que estaba una media milla más arriba, en un lugar en el que la orilla se inclinaba hasta el nivel del agua. Cuando llegaban a la orilla occidental, se encontraban con que era imposible hacer pie porque el agua superaba su estatura. Tras hacer grandes esfuerzos y luchar en vano para apoyarse en el escarpado y resbaladizo lodo, los bisontes daban media vuelta y nadaban hacia la orilla opuesta, donde hallaban el mismo tipo de precipicios inaccesibles y donde se repetían los mismos e infructuosos afanes por parte de los animales. Lo intentaron por segunda vez, después por tercera, por cuarta y por quinta vez, siempre llegando a la orilla por casi los mismos sitios. En lugar de dejarse arrastrar más hacia abajo por la corriente en busca de una zona más fácil por la que llegar a la orilla (hubieran podido hallar una un cuarto de milla más abajo) parecían tercamente decididos a mantener su posición y, con este objeto, nadaban contra corriente, en ángulo agudo, y hacían los más violentos esfuerzos para no ser arrastrados. La quinta vez, las pobres bestias estaban tan exhaustas que era evidente que no podían más. Cogieron entonces impulso para llegar hasta la orilla y una o dos de ellas lo habían casi logrado, cuando, para nuestro desconsuelo (porque no podíamos por menos de compadecernos de su desdicha tras aquellos nobles esfuerzos), la totalidad de la tierra friable de la orilla se hundió, enterrando a muchos en la avalancha y sin que por eso el acantilado fuera de acceso más fácil. Entonces el resto de la manada lanzó una especie de lamentable mugido o quejido, un grito que expresaba un sufrimiento tan grande y una desesperación mayor de lo que uno pueda imaginar. ¡Jamás podré olvidarlo! Algunas de las bestias intentaron de nuevo atravesar el río, lucharon durante algunos minutos y se hundieron; las olas que los cubrían se iban tiñendo de la sangre roja que les salía a borbotones de los hocicos en su agonía. Pero la mayoría, tras el lamento descrito, pareció abandonarse con resignación a sus destinos; rodaron sobre sus espaldas y desaparecieron. Toda la manada se ahogó; no se libró ni un solo bisonte. Sus restos fueron lanzados media hora más tarde por la corriente a las zonas llanas, cerca de allí, por donde, si no hubiese sido por su ignorancia y obstinación, habrían podido llegar a tierra firme sin grandes impedimentos.

4 de mayo. El tiempo era de lo más grato, e impulsados por un buen viento del sur, antes de llegar la noche, habíamos recorrido 25 millas. Hoy Thornton se encontraba lo suficientemente restablecido como para ayudarnos en el bote. Por la tarde, bajó conmigo a la pradera hacia el oeste, donde vimos una gran cantidad de tempranas flores primaverales de una especie desconocida para nosotros. Muchas de ellas eran de excepcional belleza y exhalaban un delicado perfume. Vimos también una gran variedad de caza, pero no nos detuvimos a matar ninguna pieza porque estábamos seguros de que nuestros cazadores nos traerían a bordo más de lo que necesitábamos y yo era reacio a destruir vidas sin necesidad. En el camino de vuelta, nos encontramos con dos indios de la tribu de los assiniboins que nos acompañaron hasta nuestras embarcaciones. No mostraron desconfianza alguna por el camino, muy al contrario, se condujeron con nosotros con franqueza y familiaridad; nos quedamos, pues, muy sorprendidos, cuando, al llegar cerca de la piragua, dieron media vuelta y echaron a correr hacia la pradera a gran velocidad. Llegados a cierta distancia se detuvieron y treparon a una loma desde la que se dominaba el río. Aquí se echaron boca abajo y, colocando las caras entre las manos, nos observaban con una profunda sorpresa. Valiéndome de un catalejo, pude observar sus rostros con todo lujo de detalle, que mostraban estupefacción y terror. Siguieron vigilándonos durante un largo tiempo. De repente, y como presas de una idea súbita, se levantaron a toda velocidad y echaron a correr en la misma dirección de donde venían cuando nos habíamos encontrado con ellos inicialmente.

5 de mayo. Esta madrugada, cuando nos disponíamos a iniciar la marcha, un gran número de assiniboins se precipitó sobre nuestras embarcaciones y logró apoderarse de la piragua antes de que pudiésemos oponer resistencia alguna. No había nadie en ella excepto Jules, que se escapó echándose al agua y nadando hacia la gran embarcación, que habíamos alejado de la orilla. Estos indios iban guiados por los dos guerreros que nos habían visitado la víspera y su grupo debió acercarse a nosotros con gran sigilo, porque nuestros centinelas estaban apostados como de costumbre y hasta Neptuno fue incapaz de avisarnos de su proximidad.

Nos preparábamos para abrir fuego contra los salvajes, cuando Misquasch (nuestro nuevo intérprete, el hijo de Mokerasah) nos explicó que los assiniboins eran amigos y estaban ahora haciendo gestos de concordia. Aunque no podíamos evitar pensar que la captura de nuestra embarcación era una manera singular de demostrarnos su amistad, seguíamos interesados en averiguar lo que estas gentes querían decirnos y le pedimos a Misquasch que les preguntara por qué se habían conducido de esa manera. Respondieron con muchas muestras de respeto y nos dimos cuenta entonces de que no tenían la intención de molestarnos sino solo de satisfacer una curiosidad ardiente que les consumía y nos suplicaron que se la calmáramos. Al parecer, los dos indios de la víspera, aquellos cuya conducta tanto nos había sorprendido, quedaron admirados por el color de la tez de Toby. Nunca habían visto ni oído hablar de un negro, de manera que su estupefacción no dejaba de tener una justificación. Además, Toby era un caballero viejo y feo como un demonio, con todos los rasgos característicos de su raza: labios gruesos, grandes ojos blancos saltones, nariz chata, orejas largas, cabeza grande, vientre voluminoso y piernas arqueadas. Cuando los dos salvajes explicaron a sus compañeros o que habían visto, nadie los creyó y estuvieron a punto de perder su estatus de casta para siempre, por mentirosos y por andarse con dobles juegos; entonces, propusieron llevar a todo su grupo a nuestras embarcaciones para demostrarles que decían la verdad. El súbito ataque de los salvajes fue, pues, al parecer, resultado de la impaciencia por parte de los incrédulos assiniboins, quienes no mostraron la menor hostilidad hacia nosotros y nos devolvieron la piragua en cuanto les hicimos comprender que les dejaríamos observar largo y tendido al viejo Toby. Este se tomó la cosa como una broma y se fue enseguida a tierra, in naturalibus, para que los curiosos salvajes pudieran contemplarlo de cuerpo entero. Estos quedaron profunda y completamente satisfechos y sorprendidos. Al principio, no podían creer lo que veían y escupían en sus propios dedos y frotaban la piel del negro para asegurarse de que no estaba tintada. El aspecto lanudo de su cabeza les arrancó repetidos aplausos y sus piernas patizambas fueron objeto de una completa admiración. Una giga que bailó nuestro feo amigo llevó las cosas a su punto más álgido. El asombro era extremo. El sentimiento de aprobación no podía ser mayor. Si Toby hubiese tenido una pizca de ambición, habría podido cambiar su suerte entonces, subir al trono de los assinoboins y reinar como Toby I.

Ese incidente nos entretuvo hasta bien avanzado el día. Después de haber intercambiado algunos cumplidos y regalos con los salvajes, aceptamos la ayuda de seis de ellos que remaron unas cinco millas; una ayuda muy bienvenida y por la que no olvidamos dar las gracias a Toby. Hicimos hoy solo doce millas y acampamos por la noche en una bellísima isla de la que nos estuvimos acordando durante mucho tiempo a causa del delicioso pescado y de las aves que encontramos en las cercanías. Permanecimos en este apacible lugar dos días durante los cuales nos divertimos sin preocuparnos mucho del mañana y prestamos poca atención a los numerosos castores que correteaban a nuestro alrededor. En aquella isla habríamos podido conseguir cien o doscientas pieles sin dificultad alguna. Apenas recogimos veinte. La isla está situada en la desembocadura de un río bastante ancho que procede del sur en un punto en el que el Misuri se desvía hacia el oeste. Su latitud es, aproximadamente, de 48 grados.

8 de mayo. Avanzamos con el viento a nuestro favor y con una temperatura agradable y, después de haber recorrido veinte o veinticinco millas, llegamos a un gran río que venía del norte. El lugar donde desemboca, sin embargo, es muy estrecho —con una anchura no superior a una docena de yardas— y ofrece la apariencia de estar bastante obstruido por el lodo. Si se asciende por él un poco, uno descubre un poderoso y bello arroyo, de unas setenta u ochenta yardas de anchura, y muy hondo, que atraviesa un magnífico valle que abunda en caza. Nuestro nuevo guía nos dijo el nombre de ese río, pero yo no tomé nota. (2) Robert Greely le disparó aquí a unos gansos de los que construyen sus nidos en los árboles.

9 de mayo. En muchos sitios, un poco alejados de las orillas del río, vimos hoy el terreno encostrado de una sustancia blanca que resultó ser una sal contundente. Recorrimos solo quince millas, debido a varios inconvenientes de poca importancia y, por la noche, acampamos en tierra firme, entre algunos grupos de álamos y matorrales de cerezas salvajes.

10 de mayo. Hoy el día ha sido frío y el viento fuerte, aunque nos era favorable. Hemos recorrido mucho camino. Las colinas de la zona son escabrosas e irregulares, y tienen masas anómalas y fracturadas de roca, algunas de las cuales se yerguen a gran altura y parecen haber sufrido la acción de las aguas. Hemos recogido varios trozos de madera y hueso petrificados; y había carbón desparramado por todas partes. El río se torna sinuoso.

11 de mayo. La mayor parte del día la hemos pasado parados a causa de borrascas y lluvia. A última hora comenzó a soplar un buen viento que ayudó a que escampase, lo que aprovechamos para hacer diez millas antes de acampar. Cogimos varios castores gruesos y abatimos a un lobo en la orilla. Parecía haberse apartado de una gran manada que vimos merodeando alrededor nuestro.

12 de mayo. Después de haber recorrido diez millas, a mediodía atracamos en una pequeña isla escarpada, con el propósito de revisar parte de nuestro equipo. Cuando estábamos a punto de volver a partir, uno de los canadienses, que era el guía de la avanzadilla y nos precedía en varias yardas, desapareció súbitamente de nuestra vista y dio un agudo grito. Inmediatamente corrimos todos hacia él y nos reímos de buena gana al comprobar que simplemente se había caído dentro de un cache vacío del que no tardamos en sacarle. Si hubiese estado solo, es más que probable que no hubiese conseguido salir de él. Examinamos la cavidad con gran detenimiento, pero solo encontramos unas pocas botellas vacías; ni tan siquiera vimos nada que revelara si franceses, ingleses o americanos habían usado aquel lugar para esconder sus mercancías; ello despertó nuestra curiosidad.

13 de mayo. Llegamos a la confluencia del Yellowstone y del Misuri, después de haber recorrido veinticinco millas. Misquasch nos dejó aquí y retornó a su hogar. 

 

(1) El jefe Waukerassah es mencionado por los capitanes Lewis y Clarke, a quienes también visitó.

(2) Probablemente, río de la Tierra Blanca. (Eds. G. M.)

CAPÍTULO VI

     LAS CARACTERÍSTICAS de la región que hemos atravesado estos dos o tres últimos días resultan poco atractivas si se comparan con esas a las que nos habíamos acostumbrado últimamente. En general era menos accidentada; los árboles crecían en gran número en los márgenes del río, pero más lejos no había ninguno. Cuando los acantilados eran abruptos, divisábamos restos de carbón y vimos un gran yacimiento de una materia espesa y bituminosa que enturbiaba el agua a lo largo de muchos centenares de yardas. La corriente era más suave que arriba, el agua más límpida, había menos pedregales y menos bancos de arena, aunque los que teníamos que salvar eran tan impracticables como siempre. La lluvia era incesante, lo que hacía que las orillas estuviesen muy resbaladizas y que los hombres que llevaban las cuerdas de remolque apenas pudiesen moverse. Además, el aire se había vuelto desapaciblemente frío y, cuando subimos a algunas pequeñas colinas cercanas al río, vimos una gran cantidad de nieve en las hendiduras y en las crestas. Muy lejos, a la derecha, avistamos varios campamentos de indios que tenían la apariencia de ser temporales y de haber sido abandonados hacía poco tiempo. La región no muestra signos de asentamientos permanentes, pero parece que es un terreno de caza muy apreciado por las tribus de las inmediaciones; esto quedaba puesto de relieve por los numerosos restos de cacería que hallábamos por todas partes. Como es bien sabido, los minnetaris del Misuri llegan en sus incursiones en busca de caza hasta la Gran Bifurcación, en la parte sur; mientras que los assiniboins suben aun más arriba. Misquasch nos informó de que entre el lugar de nuestro actual campamento y las Montañas Rocosas no encontraríamos ninguna vivienda, salvo las de los minnetaris, quienes residen en el lado inferior o meridional del Saskatchawin.

La caza había sido abundante, excelente en cantidad y variedad —alces, bisontes, muflones, ciervos, osos, zorros, castores, etc., así como innumerables aves salvajes—. El pescado también abundaba. La anchura del río variaba desde zonas con doscientas cincuenta yardas hasta pasos estrechos en los que la corriente se precipitaba entre acantilados cuya separación no alcanzaba los cien pies. El muro de esos acantilados estaba formado normalmente de una marga ligera y amarillenta mezclada con tierra oscura, piedra pómez y sales minerales. Llegados a cierto punto, el aspecto de la región sufría un extraordinario cambio: en ambos lados las colinas se alejaban mucho del río, que estaba salpicado de muy bellas islitas repletas de álamos. Los humedales parecían muy fértiles; los del norte eran bajos y anchos y se abrían hacia tres amplios valles. Daba la impresión de que aquí se encontraba el final, por la zona norte, de la cadena de montañas a través de la cual el Misuri había estado fluyendo durante gran parte de nuestro viaje y que los salvajes llaman las Colinas Negras. El cambio de la zona montañosa a la llana quedaba marcado por la atmósfera, que se tornó seca y pura; este cambio fue tal que incluso percibimos sus efectos en las juntas de nuestras embarcaciones y en nuestros escasos instrumentos de óptica.

Cuando nos acercábamos a las bifurcaciones, empezó a llover con gran intensidad y los escollos en el río comenzaron a ser un gran inconveniente. En algunos lugares, las orillas eran tan resbaladizas, la arcilla tan blanda y pegajosa que los hombres se veían obligados a ir descalzos, porque no podían conservar los mocasines en los pies. Además, las orillas estaban cubiertas de charcas de agua estancada, que teníamos que pasar a veces metiéndonos hasta las axilas. Después nos veíamos obligados a trepar por enormes bancos de pedernales agudos, que parecían ser trozos de acantilados que se habían derrumbado en masse. A veces llegábamos hasta un desfiladero o a una quebrada que nos costaba mucho franquear; y en una ocasión en la que tratábamos de cruzar por uno de esos lugares, el remolque de la gran embarcación (que era viejo y estaba muy gastado) se soltó; la corriente la arrastró entonces hacia un arrecife, en medio del río, donde el agua era tan profunda que no pudimos ponerla a flote sino valiéndonos de la piragua y empleando seis horas en ello.

En un momento dado, llegamos a un gran muro de roca negra, al sur, que dominaba los acantilados en una extensión que abarcaba un cuarto de milla; después del muro había una llanura abierta y, otras tres millas más abajo, otro muro de color claro en el mismo lado, con una altura de doscientos pies por lo menos; luego, otra llanura o valle y, después, se erguía al norte un tercer muro con una singular apariencia, que se elevaba a una altura de doscientos cincuenta pies, con un grosor de doce pies y que presentaba un aspecto tan regular que simulaba ser artificial. Estos acantilados ofrecen, de hecho, una estampa sorprendente, elevándose de modo perpendicular sobre el agua. El último era de una piedra arenisca muy blanda y blanca, que resistía con dificultad la acción de las aguas. En su parte superior muestran una especie de friso o cornisa formada por muchos y finos estratos de una marga blanca, dura, a la que no afectan las lluvias. Por encima de ellos hay una tierra oscura y rica que desciende en pendiente suave alejándose del río, a una distancia de una milla, más o menos, donde otras colinas se levantaban a una altura de otros quinientos pies.

La pared de esos sorprendentes acantilados, como puede suponerse, está cruzada por una variedad de líneas formadas por el chorreo de las aguas fluviales sobre la piedra blanda; de manera que una imaginación fértil hubiera podido ver en ellas gigantescos monumentos erigidos por la artística mano del ser humano, cubiertos con esculturas jeroglíficas. En algunos parajes hay verdaderos nichos (como los que se destinan a las estatuas en los templos) formados por la caída en masa de grandes segmentos de arenisca; se distinguían en muchos sitios escaleras y largos corredores donde las fracturas accidentales de la cornisa dejan que el agua de las lluvias caiga con uniformidad sobre la blanda piedra que hay debajo. Pasamos por esos extraños acantilados bajo una penetrante luz de luna y no olvidaré jamás el efecto que dejaron en mi imaginación. Ofrecían el aspecto de construcciones encantadas (como las que he visto en sueños) y el gorjeo de miríadas de vencejos, que habían construido sus nidos en los huecos que se habían ido formando en esa masa, ayudaban bastante a crear esa impresión. Además de las paredes principales, a intervalos hay otras menores, de veinte a cien pies de altura y de uno a doce de grueso, perfectamente regulares y perpendiculares. Están compuestas por gruesas piedras oscuras, aparentemente formadas por marga, arena y cuarzo, de proporciones del todo simétricas aunque de dimensiones variadas. Son, por lo general, cuadradas, aunque a veces son oblongas (siempre paralelepípedas), y están colocadas una encima de la otra tan exactamente y con tal regularidad como si hubieran sido puestas allí por un artesano de carne y hueso; cada piedra de una hilera cubría y garantizaba la juntura de dos piedras de la hilera inferior, siguiendo el modo como se colocan los ladrillos de una pared. Ocasionalmente, esas singulares construcciones se presentan en líneas paralelas, hasta de cuatro en cuatro; a veces, se alejan del río y van a perderse entre las colinas; otras veces se cruzan en ángulo recto y parecen contener grandes jardines artificiales, en cuyo interior la vegetación presenta con frecuencia un aspecto que ayuda a preservar esa ilusión. Creíamos que el espectáculo que se abría ante nuestros ojos en aquel lugar del Misuri era, en su conjunto, el más sorprendente, si no el más admirable, que habíamos presenciado hasta entonces. Este dejó en mi memoria una impresión de novedad, de singularidad que jamás podrá borrarse.

Poco antes de alcanzar la bifurcación, llegamos a una isla muy grande en el lado norte; una milla y cuarto más lejos se encuentran unas tierras bajas, cubiertas de bellos árboles de buena madera. A continuación había varios islotes en los que nos detuvimos durante unos pocos minutos. Después llegamos a un acantilado de aspecto sombrío y a otros dos islotes en los que no observamos nada interesante. A algunas millas de distancia, alcanzamos una isla moderadamente grande, situada cerca de la cima de un promontorio escarpado; más adelante cruzamos otras dos, más pequeñas. Todas esas islas estaban henchidas de árboles. La noche del 13 de mayo, Misquasch nos enseñó la desembocadura de un gran río que los colonos llaman Yellowstone, pero al que los indios dan el nombre de Ahmateaza. (1) Acampamos en la orilla sur en una bella llanura cubierta de álamos.

14 de mayo. Esta mañana nos despertamos y nos pusimos en movimiento muy temprano pues habíamos llegado a un punto en el viaje que era de gran importancia y, antes de proseguir nuestro camino, era necesario hacer algunas exploraciones para averiguar cuál de los dos grandes cursos de agua que se abrían ante nosotros era el que nos convenía seguir. Parecía que el deseo general del grupo era continuar subiendo por uno de esos ríos hasta donde dejase de ser practicable, con el fin de alcanzar las Montañas Rocosas y llegar así, tal vez, a lo alto de la cuenca del gran río Aregan que, según todos los indios con quienes habíamos hablado sobre el tema, desembocaba en el gran Océano Pacífico. Yo, por mi parte, también estaba deseoso de conseguir esta meta, que abría mi imaginación a todo un mundo de portentosas aventuras, pero preveía gran cantidad de dificultades a las que tendríamos que enfrentarnos en el caso de que emprendiésemos el viaje sin más información que la que ahora teníamos acerca de la región que habíamos de atravesar y acerca de los salvajes que la habitaban; con relación a estos últimos, de hecho, solo sabíamos que eran los indios más feroces de entre todos los que habitaban la América del Norte. Yo también temía que pudiésemos coger el río equivocado y que nos encontrásemos atrapados en un interminable laberinto de dificultades que desalentasen a mis hombres. Esos pensamientos, no obstante, no me inquietaron durante mucho tiempo y me puse enseguida a explorar los alrededores: envié a algunos del grupo río arriba para que avanzasen por los cursos de cada uno de los ríos y poder así comparar su caudal; mientras tanto, Thornton, John Greely y yo mismo ascendíamos a la parte más alta de la bifurcación, desde donde se podía obtener una amplia vista panorámica de la zona circundante. Desde allí divisamos una comarca inmensa y magnífica, que se extendía por todos lados en una vasta llanura ondeada de radiantes verdores, rebosante de innumerables manadas de bisontes y de lobos, entremezclados con algunos alces y antílopes. Hacia el sur, la perspectiva se veía interrumpida por una cadena de altas montañas de nevadas cimas, que iba del sureste al noroeste y que terminaba de modo abrupto. Detrás de ella aparecía otra cordillera aún más elevada que se fusionaba con el horizonte en el noroeste. Los dos ríos ofrecían un aspecto fascinante, con largas y serpenteantes sinuosidades que se extendían a lo lejos, que se iban estrechando y estrechando hasta no parecer sino imperceptibles hilos de plata que acababan por desvanecerse en las oscuras brumas del cielo. No podíamos deducir nada, a partir de lo que veíamos, que nos ayudase a saber algo sobre el tramo final de sus cursos, así que descendimos sin haber decidido qué hacer a continuación.

El examen de los dos cursos no nos proporcionó muchos mas datos. Descubrimos que el río del norte era más profundo, que el del sur era más ancho y que el caudal de ambos difería en muy poco. El color del primero era idéntico al del Misuri, pero el segundo tenía el lecho de cantos rodados que caracteriza a los ríos procedentes de regiones montañosas. Al final, como la navegación de la rama norte iba a ser más sencilla, decidimos seguir ese curso, aunque la disminución gradual de la profundidad nos obligaría, a los pocos días, a tener que renunciar a la embarcación más grande. Pasamos tres días en el campamento, durante los cuales conseguimos una gran cantidad de pieles de primera calidad, que depositamos, junto con las demás que poseíamos, en un cache muy bien construido en una islita, situada a una milla río abajo desde la bifurcación. También nos hicimos con una gran cantidad de piezas de caza, sobre todo ciervos, de las cuales pusimos en vinagre o salmuera algunos muslos para dejar en reserva. En las cercanías encontramos higos chumbos en abundancia, así como bayas, que cubrían las tierras bajas y las quebradas. También había grosellas amarillas y rojas (sin madurar). Las rosas silvestres estaban empezando a abrirse y crecían en maravillosa profusión. Dejamos el campamento, repletos de vigor, la mañana del

18 de mayo. El día era agradable y avanzamos contentos a pesar de las constantes interrupciones motivadas por los altos fondos y los promontorios, de los que había muchos en el río. Los hombres, desde el primero al último, se mostraban entusiasmados y decididos a perseverar y el único tema de conversación entre ellos era el de las Montañas Rocosas. Al dejar nuestras pieles en el escondrijo, habíamos aligerado considerablemente la carga de las embarcaciones y resultaba, pues, mucho menos difícil hacerlas avanzar por las corrientes rápidas. El río estaba sembrado de islas y paramos en casi todas ellas. Por la noche llegamos a un campamento indio abandonado, al pie de acantilados de arcilla negruzca. Había serpientes de cascabel que nos causaron grandes molestias, y antes del amanecer cayó un fuerte chaparrón.

19 de mayo. No habíamos adelantado mucho cuando apreciamos que el aspecto del río había cambiado sensiblemente y que estaba muy obstruido por los alfaques, o mejor, por bancos de guijarros, de manera que tuvimos penosas dificultades para abrir paso a la embarcación más grande. Dos hombres fueron enviados para reconocer el terreno y, tras su regreso, nos anunciaron que río arriba había un canal más profundo y más ancho, lo cual, una vez más, nos animó a perseverar en nuestro empeño. Avanzamos diez millas y acampamos en una pequeña isla para pasar la noche. A lo lejos, hacia el sur, vimos una montaña de apariencia curiosa, de forma cónica, aislada y enteramente recubierta de nieve.

20 de mayo. Nos introdujimos ahora en un canal más navegable y continuamos nuestro camino sin grandes interrupciones, recorriendo dieciséis millas a través de una región arcillosa con una apariencia singular y que estaba casi enteramente desprovista de vegetación. Por la noche, acampamos en una gran isla cubierta de altos árboles, muchos de los cuales nos eran totalmente desconocidos. Permanecimos en aquel lugar cinco días para efectuar algunas reparaciones en la piragua. 

Durante nuestra estancia aquí se produjo un incidente digno de ser reseñado. En aquel sitio, los bancos del Misuri son escarpados y están formados de cierta arcilla azul que se torna muy resbaladiza después de la lluvia. En una extensión de cincuenta yardas, más o menos, por cada lado, esos acantilados constituyen una sucesión de terrazas escarpadas, entrecortadas por quebradas estrechas y profundas en diversas direcciones, y tan desgastadas por la acción de las aguas en épocas remotas que ofrecían la apariencia de ser canales artificiales. Las desembocaduras de esas quebradas, en el sitio donde se abren al río, ofrecen un sorprendente aspecto y, desde la orilla opuesta, a la luz de la luna, parecían enormes columnas erigidas sobre la ribera. Para quien lo observa desde la terraza superior, toda esa pendiente presenta un aspecto indescriptiblemente caótico y lúgubre. No se ve allí vegetación de ningún tipo.

John Greely, el Profeta, el intérprete Jules y yo partimos una mañana después del desayuno para escalar la terraza más alta del lado del sur con el propósito de echar un vistazo; esto es, para contemplar todo lo que pudiera ser contemplado. Con gran esfuerzo y con meticulosa prudencia, conseguimos alcanzar la cima de la loma opuesta a nuestro campamento. La pradera se diferencia aquí del resto de aquel suelo por el hecho de que está cubierta, hasta una distancia de varias millas, de una densa vegetación de álamos, rosales, sauces rojos y sauces de hojas largas; el terreno es poco firme y, a veces, pantanoso, como suele serlo en las tierras bajas; estaba formado por un barro negruzco mezclado con una tercera parte de arena y, cuando se echaba un puñado al agua, se disolvía como el azúcar, produciendo burbujas. En varios emplazamientos encontramos espesas incrustaciones de sal común, de las que recogimos unas pocas que pudimos usar.

Una vez llegados a la cima, nos sentamos todos a descansar y apenas nos habíamos acomodado, cuando nos alarmó un fuerte gruñido que procedía de una densa maleza situada a nuestra espalda. Nos levantamos de inmediato con gran espanto pues habíamos dejado nuestros rifles en la isla para que no nos molestaran durante el ascenso a los desfiladeros y las únicas armas que portábamos eran revólveres y cuchillos. Habíamos intercambiado si acaso dos palabras entre nosotros cuando dos enormes osos pardos (los primeros con los que nos encontrábamos en todo el viaje) se lanzaron contra nosotros, con las fauces abiertas, procedentes de detrás de unos rosales. Los indios sienten un gran pavor de estos animales, y con gran razón, pues se trata, en efecto, de criaturas colosales, dotadas de una fuerza prodigiosa, una ferocidad indomable, una tenacidad increíble. Resulta casi imposible matarlos de un disparo a menos que este le atraviese el cerebro, que tienen protegido por dos anchos músculos, que cubren ambos lados de la frente, y por un hueso frontal, que es muy grueso. Se sabe que algunos han conseguido sobrevivir durante varios días con media docena de balas en los pulmones e incluso con heridas muy graves en el corazón. Hasta ese momento no nos habíamos topado con ningún oso pardo, aunque sí con sus huellas en la arena o en el barro, huellas que llegaban a medir hasta un pie de largas, sin contar las garras, y unas ocho pulgadas de anchura.

La cuestión ahora era qué hacer. Hacerles frente y luchar con las armas que teníamos a nuestro alcance era pura locura; una temeridad, igualmente, era pensar en salvarnos huyendo hacia la pradera; no solo los osos venían de esa dirección, sino, además, a una distancia muy corta del borde del acantilado, los matorrales de brezos y sauces enanos eran tan espesos que no hubiéramos podido pasar entre ellos y si echábamos a correr entre la orilla del río y los matorrales, los animales nos alcanzarían en un instante; el terreno era pantanoso, por lo que nosotros no podríamos ir deprisa, mientras que los osos, gracias a sus patas anchas y planas, se moverían sin dificultad. Dio la impresión de que todas esas reflexiones (bastante largas para ser formuladas en meras palabras), se cruzaron por la mente de todos nosotros porque saltamos inmediatamente y al mismo tiempo hacia los desfiladeros sin preocuparnos demasiado por el riesgo que estábamos corriendo.

La primera pendiente era de unos treinta o cuarenta pies y poco abrupta; la arcilla, en aquel punto, compartía ciertas características con la marga del terreno superior, tanto, que bajamos sin demasiado esfuerzo hasta la primera terraza, con los osos persiguiéndonos con atropellada furia. Una vez allí, no había ni un momento que perder. No podíamos sino enfrentarnos a las enfurecidas bestias en la estrecha plataforma en la que nos hallábamos o saltar al segundo precipicio. Este era casi perpendicular, con sesenta o setenta pies de profundidad y compuesto enteramente de arcilla azul, que estaba ahora saturada por las recientes lluvias y tan resbaladiza como el vidrio. El canadiense, dejándose llevar por el terror, dio un salto hacia el borde, resbaló por el desfiladero a toda velocidad y fue a parar a la tercera bajada llevado por su propio impulso. Le perdimos entonces de vista y, naturalmente, pensamos que se había matado, pues no dudábamos de que el terrible resbalón había continuado de precipicio en precipicio, para terminar en el río; una caída de más de ciento cincuenta pies. 

De no haber sido por este accidente de Jules, es más que probable que, teniendo en cuenta nuestra situación, todos nos hubiéramos decidido a intentar esa bajada; pero su mala suerte nos hizo vacilar y, entretanto, los monstruos se nos echaron encima. Era la primera vez en mi vida que me encontraba acosado por un animal salvaje, feroz y vigoroso y no siento escrúpulo alguno en reconocer que el coraje me había abandonado. Estuve a punto de desvanecerme: pero un gran grito de Greely, que acababa de ser agarrado por el primero de los osos, me animó a actuar y, una vez restablecido, encontré en la lucha una especie de placer salvaje y frenético.

En cuanto hubo llegado a la estrecha cornisa en la que estábamos, una de las bestias cargó contra Greely, lo derribó, manteniéndolo entre sus piernas mientras sujetaba su abrigo con unos inmensos colmillos; fue una fortuna que la frialdad del viento le hubiese hecho abrigarse. El otro oso, que iba rodando más que descendiendo por el despeñadero, había cogido tanto impulso que cuando llegó a nuestra altura no pudo detenerse hasta que la mitad de su cuerpo quedó suspendida en el abismo: dio un traspié, sus patas derechas colgaban hacia el vacío y se mantenía torpemente con las dos de la izquierda. En esa posición, cogió con la boca a Wormley por el talón; por un instante temí lo peor, pues con los esfuerzos que hacía para desasirse, el aterrado luchador contribuyó a que el oso recuperase el equilibrio. Mientras yo permanecía, como he dicho, paralizado por el terror y contemplando los sucesos sin ser capaz de prestar la menor ayuda, el animal arrancó de cuajo el zapato y el mocasín de W.; a continuación, el oso cayó de cabeza hasta la siguiente terraza, donde consiguió frenar su descenso gracias a sus enormes garras. Fue entonces cuando Greely lanzó su grito pidiendo ayuda, y el Profeta y yo corrimos a auxiliarle. Descargamos nuestras pistolas en la cabeza del animal; estoy seguro de que mi bala atravesó alguna parte de su cráneo porque yo puse el arma cerca de su oreja. Parecía, sin embargo, más furioso que herido; el único efecto que tuvo la descarga fue que el oso soltó a Greely (que no había sufrido daño alguno) para atacarnos a nosotros. No teníamos nada, excepto nuestros cuchillos, para asistirnos y, dada la presencia del otro oso en la terraza inferior, no podíamos tampoco buscar refugio allí. Estábamos de espaldas al acantilado y preparados para una lucha a muerte —sin imaginar que Greely pudiera socorrernos (le suponíamos mortalmente herido)— cuando oímos una detonación y la enorme bestia cayó a nuestros pies, justo en el momento en el que ya sentíamos sobre nuestras caras su cálido y terriblemente fétido aliento. Nuestro liberador, que muchas veces había luchado con osos, había colocado a propósito su pistola en el ojo del monstruo y la carga había penetrado en el cerebro.

Al mirar hacia abajo, vimos al otro oso que se esforzaba en vano para trepar hacia nosotros; la arcilla blanda cedía bajo sus garras y se cayó repetidamente. Le disparamos varias descargas, pero sin resultado, y decidimos abandonarlo donde estaba y dejárselo a los cuervos. No creo que pudiera nunca salir de allí. Nos arrastramos por la cornisa, recorriendo una media milla antes de encontrar un camino practicable para subir a la pradera y no llegamos al campamento hasta que estaba bien avanzada la noche. Jules estaba allí, completamente vivo, aunque tan malamente magullado que no era capaz de dar ninguna explicación inteligible sobre el accidente que había sufrido. Se había refugiado en una de las quebradas de la tercera terraza, por cuyo lecho había descendido hasta la orilla del río.

 

(1) Parece haber aquí un desajuste que hemos creído que no debíamos rectificar, porque, a fin de cuentas, puede que el señor Rodman no estuviera equivocado. El Ahmateaza (según la narración Lewis y Clarke) es el nombre dado por los minnetaris no al Yellowstone sino al Misuri mismo.  

(2) Los caches son los hoyos que cazadores y comerciantes de pieles suelen cavar para depositar en ellos sus pieles y otras mercancías durante una ausencia temporal. Primero se escoge un sitio apartado y seco. Después se traza un círculo de unos dos pies de diámetro de cuyo interior se retira con cuidado la hierba y se pone a un lado. Se cava entonces un hoyo de un pie de profundidad y, a partir de ahí, se ensancha la excavación hasta darle ocho o diez pies de profundidad y seis o siete de ancho. La tierra que se retira se va colocando cuidadosamente encima de una piel para evitar que su rastro permanezca en la hierba, cuando la operación ha sido completada, se arroja al río más cercano, o se la disimula lo mejor que se puede. El cache se cubre enteramente con madera seca y heno o con pieles, quedado así preparado para conservar intacto y de manera segura, durante años, lo que el explorador allí guarda. Cuando las mercancías están dentro y bien cubiertas con una piel de bisonte, se echa tierra encima del agujero y se aplasta bien. Luego se vuelve a colocar la hierba y en los árboles próximos o en otro lugar cualquiera se hace una marca secreta que indica la localización exacta del depósito. (Eds. G. M.)

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