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El palacio encantado

1. Esplendor del reino

En el más verde de nuestros valles,

por ángeles buenos morado,

una vez un palacio bello y majestuoso,

un palacio resplandeciente su cabeza alzaba.

¡En los dominios del monarca Pensamiento,

allí se alzaba!

¡Nunca serafín sobrevoló

fábrica ni la mitad de bella!

 

Estandartes amarillos, gloriosos, dorados,

flotaban sobre su cubierta, ondeaban,

(esto, todo esto sucedió en tiempos

pasados, hace mucho),

y toda blanda brisa se ovillaba,

en aquel apacible tiempo,

en los pálidos baluartes empenachados,

y un alígero aroma se escapaba.

 

Los que erraban por aquel feliz valle

veían, al otro lado de dos ventanas iluminadas

espíritus que armoniosos se agitaban,

al compás de un laúd bien afinado,

girando alrededor de un trono en que, sentado,

Porfirogeno,

tal como bien correspondía a su gloria,

se mostraba como gobernador del reino.

Toda ella esplendente de perlas y rubíes,

la bella puerta del palacio,

de cuyo través llegaba creciendo, creciendo, creciendo,

brillante para siempre jamás,

una turba de ecos, cuyo amable deber

no era sino el de cantar

con voces de excelsa belleza

el juicio y la sabiduría de su rey.

2. Decadencia del reino

Mas malignos seres, en hábito de aflicción,

asediaron la grandeza del monarca

(¡ah, aflijámonos, pues nunca

amanecerá para él, desolado!);

y alrededor de su morada la gloria,

que se ruborizaba y florecía,

no es sino leyenda borrosamente recordada

de los tiempos de antaño, sepultados.

 

Y ahora, quienes atraviesan aquel valle

ven, al otro lado de las ventanas, de rojo incendiadas,

atroces formas que fantásticamente se agitan

al son de una discordante melodía,

mientras, como una rápida y horrible corriente

a través de la apagada puerta,

una repugnante muchedumbre se agolpa, siempre,

y ríe; pero ya no sonríe.

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