¡Afable sosiego de la crepuscular hora!
Tal, padre, no es (ahora) mi asunto.
No creeré neciamente que el poder
de la Tierra pueda confesarme del pecado
que mi sobrenatural orgullo gozó;
no tengo tiempo para excesos ni para sueños.
Llamas esperanza a tal fuego del fuego,
mas solo es agonía del deseo.
Si pudiese albergar esperanza, ¡oh Dios!, si puedo,
más sagrada –más divina– sería su fuente,
no te llamaría estúpido, anciano,
mas no es tal uno de tus dones.
Reconoce tú el secreto de un espíritu
que desde su orgullo feroz se encorva hasta la vergüenza.
¡Oh codicioso corazón! Heredé
con la fama tu dote marchita,
la agostada gloria que había lucido
sobre las joyas de mi trono,
¡nimbo del Infierno!, con un dolor
que ni siquiera el Infierno de nuevo me hará temer.
¡Oh corazón insaciable, de flores perdidas
y de la luz de mis horas estivales!
La voz, no extinta, de aquel tiempo muerto,
con su inagotable repiqueteo,
resuena, en forma de ensalmo,
sobre tu vacío: clamor de difuntos.
No siempre he sido como ahora soy:
la corona febril sobre mis sienes
la reclamé y la alcancé usurpándola.
¿Acaso no me fue concedida como herencia
la misma que Roma diera a César?
La herencia de una mente soberana
y un altivo espíritu que han sobrepujado,
de modo triunfal, al género humano.
Mi vida vio la luz en región montañosa,
las nieblas del Tangay depositaban
cada noche el rocío sobre mi cabeza,
y, creo, la alada porfía
y la agitación del temerario viento
tuvieron cobijo en mis mismos cabellos.
Del Cielo, lentamente, cayó aquel rocío
(entre sueños de una noche impía)
sobre mí, con el tacto del Infierno,
mientras el rúbeo destello de la luz
de las nubes que, arriba, pendían cual estandartes
representaba, para mis ojos entornados,
el fasto de la monarquía,
y el profundo y romo estruendo del trueno
me alcanzó inopinadamente, narraba
la batalla humana en que mi voz
–¡mi propia voz, inocente criatura!– se henchía
(¡Oh, cómo gozaba mi espíritu,
cómo batía mi corazón con aquel grito!)
con el grito de batalla: ¡Victoria!
La lluvia caía sobre mi cabeza
descubierta y el vigoroso viento
me tornó demente, sordo y ciego.
No era –pensé– sino el hombre que deja caer
laureles sobre mí, y el ímpetu,
el torrente de aire gélido
murmuró en mi oído la caída
de los imperios, la plegaria del cautivo,
el susurro del cortejo y el sonsonete
de la lisonja alrededor del trono del soberano.
Mis pasiones, desde aquella desventurada hora,
se arrogaron una tiranía que los hombres
han tomado, desde que alcancé el poder,
como mi naturaleza innata –así sea–;
pero, padre, hubo alguien, entonces,
entonces, en mi niñez, cuando el fuego de ellas
prendía con vehemencia más intensa.
(pues la pasión debe, como la Juventud, expirar),
que incluso entonces sabía que este corazón de hierro
tenía una parte de debilidad femenina.
¡No tengo palabras, ay de mí, para narrar
la belleza que del amor emana!
Ni me atrevería a trazar, ahora,
la más que belleza suprema de un rostro
cuyas facciones, en mi mente,
son sombras sobre el mudable viento.
Y así, recuerdo haberme detenido
en algunos pasajes de antigua sabiduría,
con mirada indolente, hasta sentir
que las letras –y su significado– se disolvían
en fantasías sin sentido alguno.
¡Oh, ella merecía todo el amor!
El Amor –como fue el mío en la niñez–
era tal que los ángeles, arriba,
pudieran envidiar; su joven corazón, altar
en el que toda la esperanza mía y mi pensamiento
eran su incienso, un hermoso don,
pues eran inocentes y honestos,
puros, como dictaba su joven ejemplo.
¿Por qué lo abandoné y, turbado,
confié en el fuego interno, busqué la luz?
Crecimos –en edad y en amor– juntos,
errando por bosques y por yermos;
mi pecho fue su escudo en el frío invierno
y, cuando la benévola luz del sol sonreía
y apuntaba ella hacia el diáfano cielo,
no otro cielo veía yo sino el de sus ojos.
La primera enseñanza del joven amor es el corazón,
pues ante aquel sol y aquellas sonrisas,
cuando, lejos de nuestras nimias congojas,
me reía de sus tretas infantiles,
me cobijé en su palpitante seno
y en lágrimas derramé mi espíritu.
No fue preciso decir el resto,
no fue preciso aquietar temor alguno
en ella, que no demandó las razones, el porqué,
tan solo volvió hacia mí su serena mirada.
Más que merecedora del amor,
con quien mi espíritu luchaba y contendía,
en la cumbre de la montaña, solo,
la ambición le concedió un nuevo tono.
No tenía más ser que en ti:
el mundo, y todo cuanto contiene
la tierra, el aire, el mar,
su alegría, y su pequeña parte de dolor,
que era nuevo placer, lo ideal,
las confusas vanidades de los sueños nocturnos,
y las más confusas fruslerías que reales eran,
(¡sombras, y luz más que sombría!)
se alejaron con sus alas nebulosas,
y así, confusamente, mudaron
en imagen tuya y en un nombre, ¡un nombre!,
dos cosas disociadas, aun siendo las más íntimas.
Ávido fui. ¿Conociste,
padre, tal pasión? No, no la conociste.
Cuando aldeano, como mío asenté
un trono en el centro del mundo,
y de tan modesta suerte me lamentaba;
mas, como cualquier otro sueño,
el mío pasó
sobre los vahos del rocío, y el destello
de la belleza, como antes hiciera
–minutos, horas, días– no abruma
mi mente con su doble encanto.
Juntos paseamos por la cima
de una alta montaña que miraba,
hacia abajo, lejos de sus soberbias torres naturales,
de roca y bosques, a las colinas,
¡las insignificantes colinas!, que, rodeadas de arbustos,
con el ruido de mil arroyuelos la aclamaban.
A ella le hablé del poder y de la vanidad,
místicamente, de modo tal
que los considerara una nadería
comparados con tal plática; en sus ojos
leí, quizá con demasiado descuido,
un sentimiento que con el mío se confundía;
el rubor de su luciente mejilla me pareció
que pertenecía a un regio trono,
tan excelso que debería yo aceptar
que fuera solitaria luz en el desierto.
Me rodee entonces de oropeles
y me ceñí una corona visionaria.
No era que la Fantasía
hubiese extendido su manto sobre mí,
sino que, entre la chusma –entre los hombres–
la felina ambición está encadenada
y se humilla ante la mano del carcelero;
pero no ocurre esto en los desiertos, donde
lo solemne, lo salvaje y lo terrible unen
fuerzas para aventar su fuego.
¡Contempla ahora, a tu alrededor, Samarcanda!
¡Acaso no es la reina del mundo? ¿No está su soberbia
por encima de todas las ciudades? ¿No están en su mano
los destinos de estas? Por cima de toda gloria
que el mundo haya conocido,
¿no es ella quien, noble y solitaria, se alza?
Y si al caer hasta su último peldaño
se forma el pedestal de un trono,
¿quién será su soberano? Timur, a quien
gentes aturdidas vieron arrogante
pisotear imperios,
¡un bandido coronado!
¡Oh, amor humano, tú, espíritu emanado
en la Tierra de todo cuanto del Cielo anhelamos!
¡Te precipitas sobre el alma como la lluvia
sobre llano agostado por el Siroco,
y, carente de bendición tu poder,
abandonas el corazón en un yermo!
Idea que la vida aherrojas
con una música de tan extrema sonoridad
y belleza de tan cruel nacimiento,
¡adiós!, pues ya he conquistado la Tierra.
Cuando la Esperanza, águila que todo otea,
no alcanzó a ver en el cielo, a lo lejos, risco alguno,
sus alas se recogieron, lánguidas,
y hacia la vuelta tornó sus ojos conmovidos.
Fue durante el ocaso; cuando el sol se ausenta,
la tristeza arriba al corazón
de aquel que todavía busca
la gloria del sol estival.
El alma detesta la bruma vespertina,
tan a menudo encantadora, y atiende
el sonido de la oscuridad que se cierne
(familiar para aquellos cuyos espíritus escuchan),
como aquel que, en nocturno sueño, quiere evadirse
–y no puede– de un peligro cercano.
Y aun cuando la luna, la luna alba,
brinda el esplendor todo de su apogeo,
su sonrisa es fría, y su fulgor,
en tiempo de tristeza tal, semeja
(tanto, que el hálito contienes)
un retrato tomado después de muerto.
La niñez es un sol de verano
cuyo crepúsculo es el más lúgubre,
pues sabido es que todos vivimos para saber
y que cuanto tratamos de conservar vuela;
sea la vida, pues, como flor de día, agostada
con la belleza del mediodía, eso es todo.
Arribé a mi hogar, que ya no lo era,
pues todos cuantos allí pertenecieron habían desaparecido,
atravesé su ajado pórtico,
y, aunque mis pasos eran leves y silenciosos,
una voz me llegó desde aquel pórtico,
la voz de alguien a quien conocí en el pasado.
Oh, Infierno, te reto a que exhibas
–en las cámaras del fuego que allá abajo arde–
Más humilde corazón, dolor más profundo.
Padre, firmemente creo
–y sé, pues la Muerte, que por mí viene
desde regiones felizmente lejanas
donde no ha lugar para el engaño,
dejó entreabierta su cancela de hierro
y rayos de verdad, inapreciables
brillan merced de la Eternidad–,
yo creo que Eblis tiene dispuesta
una trampa en cada camino del hombre.
¿Cómo, si no así, cuando en el bosque sagrado
me desvié del ídolo, del Amor,
que a diario aroma sus níveas alas
con el incienso de calcinadas ofrendas
nacidas de las cosas más puras, el bosque
cuyas amenas enramadas tan henchidas
se hallan por los rayos trenzados del cielo,
partícula alguna –ni el más pequeño insecto–
puede evitar la luz de su aquilina vista,
cómo pudo la Ambición deslizarse,
invisible, entre desenfreno tal,
hasta que, denodada, río y brincó
sobre la maraña de cabello del Amor?
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