En otro tiempo sonreía un silencioso valle
en el que ya no moraba la gente;
habían marchado a las guerras
y confiado a los astros de dulce mirada,
de noche, desde sus torres de azur,
la custodia de las flores,
entre las cuales, durante el día,
la luz rojiza del sol se posaba indolente.
Ahora cualquier paseante reconoce
la inquietud de este triste valle.
Nada en él permanece inmóvil,
nada salvo los soplos que acunan
tal mágica soledad.
¡Ah, viento alguno hace temblar los arboles
que palpitan cual las aguas glaciales
abrazan a las brumosas Hébridas!
¡Ah, viento alguno dirige aquellas nubes
que crepitan por el trémulo cielo,
con inquietud, de la mañana a la noche,
sobre las violetas que de mil formas
se presentan ante el ojo humano,
sobre los lirios que allí se mecen
y se lamentan sobre una tumba anónima!
Se mecen, y de sus fragantes pétalos
gotas de tierno rocío se precipitan.
Se lamentan, y de sus delicados tallos
gemas, perennes lágrimas, se desprenden.
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