Cerrar navegación En

El principio poético

El principio poético

      Al referirme al principio poético no me propongo nada completo ni profundo. Al discutir, sin plan preconcebido, lo esencial de lo que denominamos Poesía, mi propósito principal consistirá en llamar la atención sobre algunos de esos poemas menores, ingleses o norteamericanos, que mejor se adaptan a mi gusto o que han impresionado más hondamente mi imaginación. Por supuesto que, al decir «poemas menores», aludo a poemas de corta extensión. Y aquí, desde el comienzo, permítaseme decir dos palabras sobre un principio un tanto peculiar que, con razón o sin ella, ha influido siempre en mi estimación crítica de un poema. Sostengo que no existe poema extenso. Afirmo que la expresión «poema extenso» no es más que una contradicción de términos.

      Apenas necesito hacer notar que un poema merece esta denominación en la medida en que estimula y eleva el alma. El valor del poema se halla en relación con el estímulo sublime que produce. Pero todas las excitaciones son, por necesidad psíquica, efímeras. El grado de excitación que hace a un poema merecedor de este nombre no puede ser mantenido a lo largo de una composición extensa. Pasada media hora como máximo, flaquea y cae; se produce una reacción, y el poema deja de ser tal en sus efectos y en su realidad.

      Muchos sin duda se habrán visto en dificultades para conciliar la sentencia crítica de que el Paraíso perdido debe ser admirado en su conjunto, con la absoluta imposibilidad de mantener durante la lectura la suma de entusiasmo que dicha sentencia crítica demanda. En realidad, esta gran obra sólo debe ser considerada poética cuando, dejando de lado el requisito vital de todas las obras de arte: la Unidad la contemplamos como una serie de poemas menores. Si a fin de preservar su unidad (su totalidad de efecto o impresión) la leemos de una sola vez como sería necesario, su resultado será una continua alternancia de excitación y depresión. Después de un pasaje en el que reconocemos la verdadera poesía, sigue inevitablemente otro lleno de insipidez que ningún prejuicio crítico podrá forzarnos a admirar; pero si, terminada la obra la leemos de nuevo, omitiendo el libro primero para entrar directamente en el segundo, nos sorprenderá encontrar admirable lo que anteriormente condenábamos, y condenable lo que previamente habíamos admirado tanto. De esto se sigue que el efecto final y acumulado, el efecto absoluto de la mejor epopeya jamás publicada, equivale a cero; y de esto precisamente se trata.

      Con respecto a la Ilíada, a falta de pruebas positivas tenemos muy buenas razones para creer que consistía en una serie de poemas líricos; de todos modos, aceptando su intención épica, sólo puedo decir que la obra se basa en un sentido imperfecto del arte. La epopeya moderna no es más que una irreflexiva y ofuscada imitación de un dudoso modelo antiguo. Pero el tiempo de esas anomalías artísticas ha pasado. Si en ciertas épocas algunos poemas muy extensos fueron realmente populares - cosa que dudo-, por lo menos resulta evidente que ningún poema largo volverá a serlo jamás.

      Que la extensión de una obra poética sea, ceteris paribus, la medida de su mérito, parece una afirmación harto absurda apenas la enunciamos; sin embargo, se la debemos a las revistas trimestrales. Nada puede haber en el mero tamaño, considerado abstractamente, y nada en el mero bulto, si se refiere a un volumen; sin embargo, he ahí lo que provoca de continuo la admiración de esas saturninas publicaciones. Una montaña nos comunica la sensación de lo sublime por el mero sentimiento de magnitud física que provoca; pero nadie reacciona en esa forma frente al tamaño material de la Columbiada*. Ni siquiera las revistas trimestrales nos han enseñado a dejarnos impresionar por ella. Nos han insistido, hasta ahora, en que juzguemos a Lamartine por pies cúbicos o a Pollock por libras; pero, ¿qué debemos inferir de su continua parlería sobre «el sostenido esfuerzo»? Si cualquier buen señor ha completado una epopeya mediante «un sostenido esfuerzo», encomiémoslo francamente por dicho esfuerzo -si, en realidad, se trata de algo encomiable-, pero no alabemos una epopeya a cuenta de tales esfuerzos. Es de esperar que, en tiempos venideros el sentido común preferiría pronunciarse sobre una obra de arte por la impresión que causa, por el efecto que logra, y no por el tiempo que requiere para imprimir ese efecto o por el monto del «sostenido esfuerzo» necesario para obtener esa impresión. La cuestión está en que la perseverancia es una cosa y el genio otra muy distinta; todas las revistas trimestrales de la cristiandad no lograrán confundirlos. Poco a poco esta afirmación, junto con otras que acabo de hacer, se volverán evidentes. Por el momento, su verdad no sufrirá esencialmente por el hecho de que en general se las condene como falsas.

      Por otra parte resulta claro que un poema puede ser inapropiadamente breve. La brevedad indebida degenera en lo epigramático. Un poema muy corto puede producir a veces un efecto brillante y vivido, pero jamás profundo o duradero. Es necesario que el sello presione firmemente la cera. Béranger ha producido innumerables composiciones tan vivas como estimulantes, pero, en general, demasiado imponderables para estamparse profundamente en la atención pública; como muchas plumas' de la fantasía, fueron solapadas hacia lo alto tan sólo para que se las llevara el viento.

      Un notable ejemplo de cómo la indebida brevedad perjudica un poema, alejándolo de la sensibilidad popular, lo proporciona esta pequeña y exquisita serenata:

I arise from dreams of thee

In the first sweet sleep of night,

When the winds are breathing low,

And the stars are shining bright;

I arise from dreams of thee,

And a spirit in my feet

Has led me — who knows how? —

To thy chamber-window, sweet!

The wandering airs, they faint

On the dark, the silent stream —

The champak odours fail

Like sweet thoughts in a dream;

The nightingale's complaint,

It dies upon her heart,

As I must die on thine,

O, beloved as thou art!

O, lift me from the grass!

I die, I faint, I fail!

Let thy love in kisses rain

On my lips and eyelids pale.

My cheek is cold and white, alas!

My heart beats loud and fast:

Oh! press it close to thine again,

Where it will break at last!*

      Pocos, quizá, conozcan bien estos versos, cuyo autor es nada menos que un poeta como Shelley. Su imaginación tan cálida -aunque delicada y etérea- habrá de ser apreciada por todos, y sobre todo por aquel que alguna vez se ha levantado al despertar de dulces sueños de amor, para bañarse en el aromático aire de una noche sureña en el estío.

      Uno de los mejores poemas de Willis -el mejor que haya escrito nunca, en mi opinión- sufre, indudablemente, del mismo defecto de indebida brevedad, que lo ha relegado de la posición que le correspondía tanto en la opinión crítica como en la popular.

The shadows lay along Broadway,

’Twas near the twilight-tide —

And slowly there a lady fair

Was walking in her pride.

Alone walk’d she; but, viewlessly,

Walk’d spirits at her side.

Peace charm’d the street beneath her feet,

And Honour charm’d the air;

And all astir looked kind on her,

And call’d her good as fair —

For all God ever gave to her

She kept with chary care.

She kept with care her beauties rare

From lovers warm and true —

For her heart was cold to all but gold,

And the rich came not to woo —

But honour’d well are charms to sell,

If priests the selling do.

Now walking there was one more fair —

A slight girl, lily-pale;

And she had unseen company

To make the spirit quail —

’Twixt Want and Scorn she walk’d forlorn,

And nothing could avail. 

No mercy now can clear her brow

For this world's peace to pray;

For, as love's wild prayer dissolved in air,

Her woman's heart gave way! —

But the sin forgiven by Christ in Heaven

By man is cursed alway!*

      Resulta difícil reconocer en esta composición al Willis que ha escrito tantos «versos de sociedad». Los que he leído no sólo contienen un rico idealismo, sino que están llenos de energía, a la vez que respiran esa convicción, esa evidente sinceridad de sentimiento que en vano buscaríamos en las demás obras del autor.

      Mientras la manía épica -la idea de que la prolijidad es indispensable al mérito poético-- se ha ido borrando gradualmente de la opinión pública por el solo hecho de ser absurda la vemos reemplazada por una herejía demasiado falsa para que se la tolere largo. tiempo, aunque en el breve período que lleva de actividad ha hecho más por la corrupción de nuestra literatura poética que todos sus otros enemigos combinados. Aludo a la herejía de lo Didáctico. Se ha supuesto, tacita y confesadamente, en forma directa e indirecta que la finalidad de toda Poesía es la Verdad. Cada poema, se afirma, debería inculcar una moraleja, y el mérito poético de la obra habrá de juzgarse conforme a aquélla. Nosotros, los norteamericanos, hemos patrocinado tan feliz idea, y los bostonianos, muy en especial, la hemos llevado a su completo desarrollo. Nos hemos metido en la cabeza que escribir un poema simplemente por el poema mismo, y reconocer que ésa era nuestra intención, significa confesar una falta total de dignidad poética y de fuerza. Pero la verdad es que, si nos atreviéramos a mirar en el fondo de nuestro espíritu, descubriríamos inmediatamente que bajo el sol no hay ni puede haber una obra más digna ni de más suprema nobleza que ese poema, ese poema per se, ese poema que es un poema y nada más, ese poema escrito solamente por el poema en sí.

 

      Con una reverencia por la Verdad tan profunda como la que puede sentir cualquier corazón humano, quisiera sin embargo limitar en alguna medida sus modos de inculcación. Quisiera limitarlos a fin de darles más fuerza. No quisiera debilitarlos por prodigalidad. Las exigencias de la Verdad son severas. No tiene ninguna simpatía por los mirtos. Todo lo indispensable a la Poesía es precisamente aquello con lo cual la Verdad nada tiene que ver. Adornarla con gemas y con flores es hacer de ella una ostentosa paradoja. Para reforzar una verdad, necesitamos un lenguaje severo antes que florido. Debemos ser sencillos, precisos, sucintos. Debemos ser fríos, serenos, desapasionados. En una palabra, debemos hallarnos en ese estado de ánimo que representa, de manera casi absoluta, el reverso del estado poético. Ciego tiene que estar aquel que no perciba las radicales y abisales diferencias entre los modos de inculcación de la verdad y la poesía. Tiene que estar incurablemente atacado de la manía teórica aquel que, a pesar de tales diferencias, persista en la tentativa de reconciliar esos contrarios, el agua y el aceite de la Poesía y la Verdad.

      Si dividimos el mundo del espíritu en sus tres distinciones más inmediatamente evidentes, hallamos el Intelecto Puro, el Gusto y el Sentido Moral. Coloco el Gusto en el medio, pues es la posición que ocupa en el espíritu. Mantiene íntimas relaciones con ambos extremos; pero la diferencia que lo separa del Sentido Moral es tan leve, que Aristóteles no vaciló en incluir algunas de sus operaciones entre las virtudes mismas. No obstante, encontraremos que las funciones de ese trío aparecen suficientemente separadas. Así como el Intelecto se ocupa de la Verdad, así el Gusto nos informa sobre lo Bello, mientras el Sentido Moral se preocupa del Deber. Con respecto a este último, la Conciencia nos enseña su obligación, y la Razón su conveniencia, mientras el Gusto se contenta con manifestar sus encantos, librando batalla al Vicio tan sólo porque es deforme, desproporcionado y porque está en contra de lo digno, de lo apropiado, de lo armonioso -en una palabra, de la Belleza.

      Un instinto inmortal, profundamente arraigado en el espíritu del hombre: tal es, claramente, el sentido de lo Bello. Es él quien contribuye a deleitarlo en las múltiples formas, sonidos, perfumes y sentimientos en medio de los cuales vive. Y así como el lirio se refleja en el lago, o los ojos de Amarilis en el espejo, así la mera repetición oral o escrita 4e esas formas, sonidos, colores, perfumes y sentimientos constituye una duplicada fuente de deleite. Pero esta mera repetición no es poesía. Aquel que se limite a cantar los suspiros, sonidos, perfumes, colores y sentimientos que lo acogen al igual que a todos los hombres, no alcanzará con ello a probar que merece tan divino título, por más ardiente que sea su entusiasmo o vívida y verdadera su descripción. Hay algo a la distancia que aún no le ha sido posible alcanzar. No nos ha mostrado todavía las cristalinas fuentes donde podremos saciar nuestra sed inextinguible. Esta sed es propia de la inmortalidad del hombre. Es a la vez consecuencia e indicación de su existencia perenne. Es el ansia de la falena por la estrella. No se trata de la mera apreciación de la Belleza que nos rodea, sino un anhelante esfuerzo por alcanzar la Belleza que nos trasciende. Inspirados por una extática presciencia de las glorias de ultratumba, luchamos mediante multiformes combinaciones de las cosas v los pensamientos temporales para alcanzar una parte de esa Hermosura cuyos elementos, quizá, pertenecen tan sólo a la eternidad. Y así cuando gracias a la Poesía o a la Música -el más arrebatador de los modos poéticos- cedemos al influjo de las lágrimas, no lloramos, como supone el abate Gravina, por exceso de placer, sino por esa petulante e impaciente tristeza de no poder alcanzar ahora, completamente, aquí en la tierra, de una vez y para siempre, esas divinas y arrebatadoras alegrías de las cuales alcanzamos visiones tan breves como imprecisas a través del poema o a través de la música.

      La lucha para aprehender la Hermosura celestial librada por aquellas almas preparadas para semejante lucha, ha dado al mundo todo lo que era capaz de comprender y sentir a la vez como poético.

      El Sentimiento Poético puede, como es natural, desarrollarse en diversas modalidades: Pintura, Escultura, Arquitectura, Danza, muy especialmente en Música, y, de manera muy peculiar y con mucha amplitud, en la composición de Jardines Decorativos o de Paisajes. Nuestro tema, sin embargo, consiste solamente en sus manifestaciones verbales. Aquí se me permitirá referirme brevemente al ritmo. Contentándome con la certidumbre de que la Música -en sus diversos aspectos: metro, ritmo y rima- tiene tanta importancia en la Poesía que no sería sensato rechazarla, y que su ayuda es tan vitalmente importante que sólo un tonto la declinaría, no me detendré a afirmar su absoluta esencialidad. Quizá sea en la Música donde el alma alcanza de más cerca el alto fin por el cual lucha cuando el Sentimiento Poético la inspira: la creación de Belleza celestial. Puede ser que tan sublime fin sea realmente alcanzado por ella alguna que otra vez. Con frecuencia nos ocurre sentir con estremecedor deleite que de un arpa terrenal surgen notas que no pueden ser extrañas a los ángeles. No cabe duda, pues, de que en la unión de Poesía y Música, en su sentido popular, encontraremos el más vasto campo para el desarrollo poético. Los antiguos bardos, los Minnesingers poseían ventajas que hoy nos faltan, y cuando Thomas Moore cantaba sus propias canciones, las perfeccionaba como poemas de la manera más legítima.

      Recapitulemos. Brevemente, definiría la Poesía verbal como la Creación Rítmica de Belleza. El Gusto es su único árbitro. Con el Intelecto o con la Conciencia, sólo guarda relaciones colaterales. Como no sea incidentalmente, no tiene nada que ver con el Deber ni con la Verdad.

      Expliquémonos en pocas palabras. Sostengo que ese placer, a la vez el más puro, el más exaltante y el más intenso, se deriva de la contemplación de lo Bello. Sólo en la contemplación de lo Bello podemos alcanzar esa grata elevación o excitación del alma que reconocemos como el Sentimiento Poético, y que tan fácilmente se distingue de la Verdad, que es la satisfacción de la Razón, o de la Pasión, que es la excitación del corazón. Considero por tanto la Belleza -incluyendo en el término lo sublime- como el dominio del poema, simplemente porque una obvia regla del Arte indica que los efectos deben derivarse lo más directamente posible de sus causas, y nadie hasta hoy ha sido tan tonto como para negar que la peculiar elevación que nos ocupa se logra -por lo menos más pronto- en el poema. Esto no significa, empero, que los alicientes de la Pasión, o los preceptos del Deber, o incluso las lecciones de la Verdad, no puedan ser introducidos ventajosamente en un poema, ya que son capaces de servir incidentalmente y de diversas maneras a los propósitos generales de la obra; pero el verdadero artista buscará siempre amortiguar su tono en adecuada sujeción a esa Belleza que constituye la atmósfera y la esencia real del poema.

Las obras que someteré a vuestra consideración no podrían ser mejor presentadas que mediante la cita del proemio de The Waif («El abandonado»), poema de Longfellow:

THE day is done, and the darkness

Falls from the wings of Night,

As a feather is wafted downward

From an Eagle in his flight.

I see the lights of the village

Gleam through the rain and the mist,

And a feeling of sadness comes o’er me,

That my soul cannot resist;

A feeling of sadness and longing,

That is not akin to pain,

And resembles sorrow only

As the mist resembles the rain.

Come, read to me some poem,

Some simple and heartfelt lay,

That shall soothe this restless feeling,

And banish the thoughts of day.

Not from the grand old masters,

Not from the bards sublime,

Whose distant footsteps echo

Through the corridors of Time.

For, like strains of martial music,

Their mighty thoughts suggest

Life's endless toil and endeavour;

And to-night I long for rest. 

Read from some humbler poet,

Whose songs gushed from his heart,

As showers from the clouds of summer,

Or tears from the eyelids start;

Who through long days of labour,

And nights devoid of ease,

Still heard in his soul the music

Of wonderful melodies.

Such songs have power to quiet

The restless pulse of care,

And come like the benediction

That follows after prayer.

Then read from the treasured volume

The poem of thy choice,

And lend to the rhyme of the poet

The beauty of thy voice.

And the night shall be filled with music,

And the cares that infest the day,

Shall fold their tents, like the Arabs,

And as silently steal away.*

 

      Aunque carentes de una gran amplitud de imaginación, estos versos han sido justamente admirados por la delicadeza de su expresión. Algunas de sus imágenes son muy efectivas. Nada podría superar a

———— the bards sublime,

Whose distant footsteps echo

Down the corridors of Time.

 

      La idea contenida en el último cuarteto es también sumamente efectiva. El poema, no obstante, debe ser admirado en conjunto por la graciosa insouciance de su maestro, que tan bien se acuerda con la naturaleza de los sentimientos, y en especial por la facilidad del tono general. Esta «facilidad» o naturalidad de un estilo literario fue considerada largo tiempo, siguiendo la moda, como una facilidad sólo aparente, y de muy difícil obtención. Pero no es así; la manera natural sólo es difícil para aquel que jamás debería intentarla, es decir, para quien no es natural. Resulta de escribir con la noción o con el instinto de que en toda composición el tono debe ser el que adoptaría el grueso de la humanidad, y, por tanto, debe variar continuamente según el caso. El autor que, siguiendo la moda de The North American Review muestre «tranquilo» en todos los casos, tendrá necesariamente que mostrarse tonto o estúpido en muchos casos; y no tendrá más derecho a ser considerado «fácil» o «natural» que un dandy del suburbio o la bella durmiente del bosque en un museo de figuras de cera.

De los poemas menores de Bryant, ninguno me ha impresionado tanto como el que su autor titula June («Junio»). Sólo citaré una parte:

There, through the long, long summer hours,

The golden light should lie,

And thick young herbs and groups of flowers

Stand in their beauty by.

The oriole should build and tell

His love-tale, close beside my cell;

The idle butterfly

Should rest him there, and there be heard

The housewife-bee and humming-bird.

And what if cheerful shouts at noon,

Come, from the village sent,

Or songs of maids, beneath the moon,

With fairy laughter blent?

And what, if in the evening light,

Betrothed lovers walk in sight

Of my low monument?

I would the lovely scene around

Might know no sadder sight nor sound.

I know, I know I should not see

The season's glorious show, 

Nor would its brightness shine for me,

Nor its wild music flow;

But if, around my place of sleep,

The friends I love should come to weep,

They might not haste to go.

Soft airs, and song, and light, and bloom

Should keep them lingering by my tomb.

These to their softened hearts should bear

The thought of what has been,

And speak of one who cannot share

The gladness of the scene;

Whose part, in all the pomp that fills

The circuit of the summer hills,

Is — that his grave is green;

And deeply would their hearts rejoice

To hear again his living voice.*

      La fluencia rítmica es hasta voluptuosa; nada podría tener más melodía. El poema me ha impresionado siempre de manera notable. La intensa melancolía que parece brotar por fuerza hasta la superficie de todas las alegres palabras que dice el poeta acerca de su tumba, nos emociona hasta el alma, y en esa emoción se halla la más auténtica elevación poética. La obra nos deja una impresión de agradable tristeza. Y si en las restantes composiciones que he de leer se nota la presencia más o menos clara de un tono semejante, permítaseme recordar que, sin que sepamos cómo ni por qué, este tinte de tristeza se vincula inseparablemente a las más altas manifestaciones de la verdadera Belleza. Es, no obstante,

A feeling of sadness and longing

That is not akin to pain,

And resembles sorrow only

As the mist resembles the rain.*

 

      El tinte de que hablo se percibe claramente hasta en un poema tan lleno de brillantez y brío como Health («Brindis»), de Edward Coote Pinkney:

I fill this cup to one made up

Of loveliness alone,

A woman, of her gentle sex

The seeming paragon;

To whom the better elements

And kindly stars have given

A form so fair, that, like the air,

’Tis less of earth than heaven.

Her every tone is music's own,

Like those of morning birds,

And something more than melody

Dwells ever in her words;

The coinage of her heart are they,

And from her lips each flows

As one may see the burden’d bee

Forth issue from the rose.

Affections are as thoughts to her,

The measures of her hours;

Her feelings have the flagrancy,

The freshness of young flowers;

And lovely passions, changing oft,

So fill her, she appears

The image of themselves by turns, —

The idol of past years!

Of her bright face one glance will trace

A picture on the brain,

And of her voice in echoing hearts

A sound must long remain;

But memory, such as mine of her,

So very much endears,

When death is nigh, my latest sigh

Will not be life's but hers.

I fill this cup to one made up

Of loveliness alone,

A woman, of her gentle sex

The seeming paragon —

Her health! and would on earth there stood,

Some more of such a frame,

That life might be all poetry,

And weariness a name.*

      La desgracia de Pinkney consistió en haber nacido demasiado al Sur. Si hubiera pertenecido a New England, probablemente hubiese sido considerado el primero de los poetas líricos norteamericanos por la magnánima camarilla que durante tanto tiempo controló los destinos de las letras nacionales a través de esa triste publicación llamada The North American Review. El poema que acabo de citar es especialmente hermoso, pero la elevación poética que produce debemos referirla principalmente a nuestra simpatía por el entusiasmo del poeta. Le perdonamos sus hipérboles por la evidente seriedad con que son proferidas.

 

      Pero mi intención no consiste en explayarme sobre los méritos de lo que estoy presentando. Las obras hablarán necesariamente por sí mismas. En sus Consejos del Parnaso, Boccalini cuenta que, cierta vez, Zoilo presentó a Apolo una crítica muy cáustica sobre un libro admirable. El dios le preguntó cuáles eran los méritos de la obra, respondiendo Zoilo que sólo se preocupaba de los errores. Al oír esto, Apolo le ofreció una bolsa de trigo sin cernir, y le ordenó que como recompensa tomara de él toda la paja

      Esta fábula se presta muy bien como réplica mordaz a los críticos, pero no estoy nada seguro de que el dios tuviera razón. Me pregunto si no se comete un grosero error sobre los verdaderos límites del deber crítico. La excelencia, especialmente en un poema, puede considerarse a la luz de un axioma que, bien expresado, es tan claro como obvio: La excelencia no es tal si hace falta demostrar que lo es. Vale decir que al destacar con demasiado detalle los méritos de una obra de arte, se está admitiendo que no hay tales méritos.

      Entre las Melodies de Thomas Moore hay una cuya eminencia en cuanto poema parece haber sido extrañamente descuidada. Aludo a los versos que comienzan: «Come, rest in this bosom.» Nada en la obra de Byron sobrepasa la intensa energía de su expresión. Dos de sus versos comunican un sentimiento que corporiza el todo en todo de la divina pasión del Amor; sentimiento que, acaso, ha hallado eco en más apasionados corazones que cualquier otro sentimiento jamás expresado en palabras:

Come, rest in this bosom, my own stricken deer,

Though the herd have fled from thee, thy home is still here;

Here still is the smile, that no cloud can o’ercast,

And a heart and a hand all thy own to the last.

Oh! what was love made for, if ’t is not the same

Through joy and through torment, through glory and shame?

I know not, I ask not, if guilt's in that heart,

I but know that I love thee, whatever thou art.

Thou hast call’d me thy Angel in moments of bliss,

And thy Angel I’ll be, 'mid the horrors of this, —

Through the furnace, unshrinking, thy steps to pursue,

And shield thee, and save thee, — or perish there too!*

      En estos tiempos ha estado de moda negar imaginación a Moore y reconocerle fantasía -distinción que tiene su origen en Coleridge, precisamente el hombre que mejor comprendió las grandes facultades de Moore. Lo que ocurre es que la fantasía de este poeta sobrepasa de tal manera el resto de sus facultades (y la fantasía del resto de los hombres), que ha llevado naturalmente a la idea de que es su única fuerza. Nunca pudo incurrirse en error más grande. Nunca se ofendió más groseramente la fama de un auténtico poeta. En todo el ámbito del idioma inglés no encuentro poema más profundo, más fantasmagóricamente imaginativo - en el mejor sentido del término- que los versos de Thomas Moore que empiezan: I would I were by that dim lake-. Lamento que me sea imposible recordarlos.

      Thomas Hood fue uno de los más nobles y, hablando de fantasía, uno de los más singularmente fantásticos poetas modernos. Su Fair Ines («La bella Inés») tuvo siempre para mí un inexpresable encanto:

O saw ye not fair Ines!

She's gone into the West,

To dazzle when the sun is down,

And rob the world of rest:

She took our daylight with her,

The smiles that we love best,

With morning blushes on her cheek,

And pearls upon her breast.

O turn again, fair Ines,

Before the fall of night,

For fear the moon should shine alone,

And stars unrivall’d bright;

And blessed will the lover be

That walks beneath their light,

And breathes the love against thy cheek

I dare not even write!

Would I had been, fair Ines,

That gallant cavalier,

Who rode so gaily by thy side,

And whisper’d thee so near!

Were there no bonny dames at home,

Or no true lovers here,

That he should cross the seas to win

The dearest of the dear?

I saw thee, lovely Ines,

Descend along the shore,

With bands of noble gentlemen,

And banners wav’d before;

And gentle youth and maidens gay,

And snowy plumes they wore;

It would have been a beauteous dream,

If it had been no more!

Alas, alas, fair Ines,

She went away with song,

With Music waiting on her steps,

And shoutings of the throng;

But some were sad and felt no mirth,

But only Music's wrong,

In sounds that sang farewell, farewell,

To her you ’ve loved so long.

Farewell, farewell, fair Ines,

That vessel never bore

So fair a lady on its deck,

Nor danced so light before, —

Alas for pleasure on the sea,

And sorrow on the shore!

The smile that blest one lover's heart

Has broken many more!*

      The Haunted House («La casa encantada»), del mismo autor, es uno de los más auténticos poemas jamás escritos; uno de los más auténticos, intachables y más cabalmente artísticos, tanto en el tema como en la ejecución. Es, además, de una rara fuerza ideal e imaginativa. Lamento que su extensión lo haga inadecuado a los fines de esta conferencia. Se me permitirá que, en su lugar, lea el tan universalmente apreciado Bridge of Sighs ( «El puente de los suspiros»):

One more Unfortunate,

Weary of breath,

Rashly importunate,

Gone to her death!

Take her up tenderly, 

Lift her with care; —

Fashion’d so slenderly,

Young, and so fair!

Look at her garments

Clinging like cerements;

Whilst the wave constantly

Drips from her clothing;

Take her up instantly,

Loving, not loathing. —

Touch her not scornfully;

Think of her mournfully,

Gently and humanly;

Not of the stains of her,

All that remains of her

Now, is pure womanly.

Make no deep scrutiny

Into her mutiny

Rash and undutiful;

Past all dishonour,

Death has left on her

Only the beautiful.

Still, for all slips of hers,

One of Eve's family —

Wipe those poor lips of hers

Oozing so clammily,

Loop up her tresses

Escaped from the comb,

Her fair auburn tresses;

Whilst wonderment guesses

Where was her home?

Who was her father?

Who was her mother?

Had she a sister?

Had she a brother?

Or was there a dearer one

Still, and a nearer one

Yet, than all other?

Alas! for the rarity

Of Christian charity

Under the sun!

Oh! it was pitiful!

Near a whole city full,

Home she had none.

Sisterly, brotherly,

Fatherly, motherly,

Feelings had changed:

Love, by harsh evidence,

Thrown from its eminence;

Even God's providence

Seeming estranged.

Where the lamps quiver

Sor far in the river,

With many a light

From window and casement

From garret to basement,

She stood, with amazement,

Houseless by night.

The bleak wind of March

Made her tremble and shiver;

But not the dark arch,

Or the black flowing river:

Mad from life's history,

Glad to death's mystery,

Swift to be hurl’d —

Anywhere, anywhere

Out of the world!

In she plunged boldly,

No matter how coldly

The rough river ran, —

Over the brink of it,

Picture it — think of it,

Dissolute Man!

Lave in it, drink of it

Then, if you can!

Take her up tenderly,

Lift her with care;

Fashion’d so slenderly,

Young, and so fair!

Ere her limbs frigidly

Stiffen too rigidly,

Decently, — kindly, —

Smooth, and compose them;

And her eyes, close them,

Staring so blindly!

Dreadfully staring

Through muddy impurity,

As when with the daring

Last look of despairing

Fixed on futurity.

Perishing gloomily,

Spurred by contumely,

Cold inhumanity,

Burning insanity,

Into her rest, —

Cross her hands humbly,

As if praying dumbly,

Over her breast!

Owning her weakness,

Her evil behaviour,

And leaving, with meekness,

Her sins to her Saviour!*

      El vigor de este poema es tan notable como su dramatismo. Aunque la versificación lleva la fantasía hasta el borde mismo de lo fantástico, se adapta, no obstante, admirablemente a la exaltada locura que constituye el fondo del poema.

      Entre las obras menores de Lord Byron, he aquí una que no ha recibido de los críticos el elogio que indudablemente merece:

Though the day of my destiny's over,

And the star of my fate hath declined,

Thy soft heart refused to discover

The faults which so many could find;

Though thy soul with my grief was acquainted

It shrunk not to share it with me,

And the love which my spirit hath painted

It never hath found but in thee.

Then when nature around me is smiling,

The last smile which answers to mine,

I do not believe it beguiling,

Because it reminds me of thine;

And when winds are at war with the ocean,

As the breasts I believed in with me,

If their billows excite an emotion,

It is that they bear me from thee.

Though the rock of my last hope is shivered,

And its fragments are sunk in the wave,

Though I feel that my soul is delivered

To pain — it shall not be its slave.

There is many a pang to pursue me:

They may crush, but they shall not contemn —

They may torture, but shall not subdue me —

’T is of thee that I think — not of them.

Though human, thou didst not deceive me,

Though woman, thou didst not forsake,

Though loved, thou forborest to grieve me,

Though slandered, thou never couldst shake, —

Though trusted, thou didst not disclaim me,

Though parted, it was not to fly,

Though watchful, ’t was not to defame me,

Nor mute, that the world might belie.

Yet I blame not the world, nor despise it,

Nor the war of the many with one —

If my soul was not fitted to prize it,

’T was folly not sooner to shun:

And if dearly that error hath cost me,

And more than I once could foresee,

I have found that whatever it lost me,

It could not deprive me of thee.

From the wreck of the past, which hath perished,

Thus much I at least may recall,

It hath taught me that which I most cherished

Deserved to be dearest of all:

In the desert a fountain is springing,

In the wide waste there still is a tree,

And a bird in the solitude singing,

Which speaks to my spirit of thee.*

 

Si bien el ritmo aquí empleado es de los más difíciles, sería difícil superar la versificación del poema. Jamás tema más noble ocupó la pluma de un poeta: la idea, exaltante para el alma, de que ningún hombre puede creerse con derecho a quejarse del Destino si en la adversidad conserva el inquebrantable amor de una mujer.

      De Alfred Tennyson -a quien, con toda sinceridad, considero el más noble poeta que haya jamás vivido- sólo habré de citar un ejemplo muy breve. Lo llamo y lo pienso el más noble de los poetas, no porque las impresiones que produzca sean, en todo momento, las más profundas, y no porque la excitación poética que logra sea, en todo momento, la más intensa, sino porque esa excitación es, en todo momento, la más etérea -en otras palabras, la más exaltante y la más pura-. Ningún poeta pertenece tan poco a la tierra, es tan poco terrenal. Lo que voy a leer procede de su último poema extenso, The Princess («La princesa»):

Tears, idle tears, I know not what they mean,

Tears from the depth of some divine despair

Rise in the heart, and gather to the eyes,

In looking on the happy Autumn-fields,

And thinking of the days that are no more.

Fresh as the first beam glittering on a sail,

That brings our friends up from the underworld,

Sad as the last which reddens over one

That sinks with all we love below the verge;

So sad, so fresh, the days that are no more.

Ah, sad and strange as in dark summer dawns

The earliest pipe of half-awaken’d birds

To dying ears, when unto dying eyes

The casement slowly grows a glimmering square;

So sad, so strange, the days that are no more.

Dear as remember’d kisses after death,

And sweet as those by hopeless fancy feign’d

On lips that are for others; deep as love,

Deep as first love, and wild with all regret;

O Death in Life, the days that are no more.*

 

      Aunque de manera muy breve e imperfecta, he tratado así de comunicaros mi concepción del Principio Poético. Era mi propósito sugerir que mientras este principio es en sí, estricta y simplemente, la aspiración humana hacia la Belleza celestial, la manifestación del mismo es siempre una excitación exaltadora del alma, por completo independiente de esa Pasión que es la embriaguez del corazón, o de esa Verdad que es la satisfacción de la razón. Pues, por lo que respecta a la Pasión, su tendencia, ¡ay!, es la de degradar antes que elevar el alma. El amor, en cambio, Amor, el verdadero, el divino Eros, la Venus Urania, distinta de la Venus Dionea, es incuestionablemente el tema poético más puro y más auténtico. Y, en cuanto a la Verdad, si es cierto que al alcanzarla llegamos a percibir una armonía donde antes no distinguíamos ninguna, y de inmediato experimentamos el auténtico efecto poético, dicho efecto, empero, se refiere solamente a la armonía, y para nada a la verdad, que tan sólo ha servido para hacer manifiesta esa armonía.

      Alcanzaremos de inmediato una concepción más precisa de lo que es la verdadera Poesía, refiriéndonos a algunos de los simples elementos que producen en el poeta mismo el auténtico efecto poético. El poeta reconoce la ambrosía que nutre su alma en los brillantes astros que lucen en el cielo, en las volutas de las flores, en la densidad de los sotos, en el ondular de los trigales, en los altos e inclinados árboles orientales, en las distantes montañas azuladas, en los concilios de nubes, en el destello de los arroyos a medias escondidos, en el resplandor de ríos argentados, en el reposo de lagos escondidos, en la profundidad de fuentes solitarias donde se reflejan las estrellas. La percibe en el canto de los pájaros, en el arpa eólica, en el suspirar de la brisa nocturna, en la voz quejumbrosa de la floresta, en la ola que cuenta sus quejas a la playa, en el aliento fresco de los bosques, en el olor de la violeta, en el voluptuoso perfume del jacinto, en la sugestiva fragancia que al atardecer le llega desde remotas islas desconocidas, por sobre sombríos océanos, inexplorados y sin límites. La reconoce en todos los pensamientos nobles, en los motivos desinteresados, en los impulsos sagrados, en todos los actos caballerescos, generosos y abnegados. La siente en la belleza de la mujer, en la gracia de su andar, en el brillo de sus ojos, en la melodía de su voz, en su suave reír, en sus suspiros, en el armonioso susurro de sus ropas. La siente más hondamente en su encantadora ternura, en sus ardientes entusiasmos, en sus dulces caridades, en su humilde y piadosa paciencia. Pero, sobre todo, ¡ah, sobre todo!, se postra ante esa revelación, la adora en la fe, en la pureza, en la fuerza, en la divina majestad de su amor.

      Permítaseme terminar con la recitación de otro poema breve, de muy distinto carácter de los que cité anteriormente. Su autor es Motherwel, y se titula The Song of the Cavalier. Con nuestras ideas modernas- y perfectamente racionales- sobre lo absurdo e impío de toda guerra, carecemos ya del estado de ánimo más apropiado para simpatizar con los sentimientos que expresa el poema, y apreciar, por tanto, su excelencia. Para lograrlo, debemos permitir que la fantasía nos identifique con el alma del viejo caballero.

Then mounte! then mounte, brave gallants, all,

And don your helmes amaine:

Deathe's couriers, Fame and Honour, call

Us to the field againe.

No shrewish teares shall fill our eye

When the sword-hilt's in our hand, —

Heart-whole we’ll part, and no whit sighe

For the fayrest of the land;

Let piping swaine, and craven wight,

Thus weepe and puling crye,

Our business is like men to fight,

And hero-like to die!*

* Hay varios poemas épicos que ostentan este nombre, entre otros el de Joel Barlow.

 

*Tras de soñar contigo me levanto / En el primer sueño, tan dulce de la noche / Cuando los vientos ayentan suaves / Y las estrellas brillan esplendorosas. / Tras de sñnar contigo me levanto / Y un espíritu que guía mis pasos / Me lleva -¿quién sabe cómo?-/ ¡Oh dulcísima, a tu ventana!

Las brisas errantes desfallecen / En la corriente oscura Y silenciosa... / Los perfumes del champak se pierden / Como los dulces pensamientos en un sueño; / La cantilena del ruiseñor / Muere en su corazón, / Como muero yo en el tuyo, / ¡Oh, tú, la bienamada!

¡Oh, álzame del césped! / ¡Muero, desfallezco, me consumo! / Que tu amor llueva en besos / Sobre mis labios Y mis pálidos párpados. / ¡Ay, frías y blancas están mis mejillas! / Mi corazon late precipitadamente y sonoro: / ¡Ah, oprímelo contra el tuyo otra vez, / Donde habrá al fin de romperse!

USO DE COOKIES Utilizamos cookies propias y de terceros con fines estadísticos y para mejorar la experiencia de navegación. Al continuar con la navegación, entendemos que aceptas su uso.
Puedes obtener más información y conocer cómo cambiar la configuración en nuestra Política de cookies

Lo entiendo