Descansa el anillo en mi mano,
y la tierra reposa sobre mi sien;
satenes y joyas solemnes
se muestran a mi alcance,
y soy feliz ahora.
Mi señor bien me ama,
mas, al exhalar su voto, la vez primera,
sentí agitarse mi corazón;
sus palabras, un réquiem,
y su voz semejaba la de quien cayera,
en la batalla, cañada abajo,
y es feliz ahora.
Mas me habló, para confortarme,
y besó mi pálida frente
mientras me invadía el embeleso;
y me condujo hasta el cementerio,
y suspirando le dije al que estaba
enfrente (y creía era el difunto D’Elormie),
«¡Oh, soy ahora feliz!».
Así fueron pronunciadas las palabras,
así prometido el voto;
y, aunque mi fe se quiebre,
aunque se quiebre mi corazón,
¡he aquí el anillo, la señal
de que soy ahora feliz!
¡Admirad esta áurea señal
que prueba que soy ahora feliz!
¡Ojalá Dios pudiera despertarme!,
pues sé que sueño pero no cómo;
y mí alma se agita con pesar,
de miedo a dar paso errado,
de miedo a que, huérfano, el muerto
no sea ahora feliz.
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