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Introducción

1. Introducción

La romanza, para quien guste cabecear y cantar

con la cabeza somnolienta y las alas recogidas,

entre las hojas verdes que se estremecen 

muy en el fondo de un lago sombrío;

para mí, un polícromo periquito

un demonio familiar había sido,

quien me enseñó a decir el alfabeto,

a balbucear mis más tempranas palabras,

mientras yacía yo en el áspero bosque,

un niño con la más inteligente mirada.

 

Años venideros, tan confusos para cantar.

Hacen cabriolas como tormentas tropicales,

Y allí, luces deslumbrantes aletean 

Y tiñen todo el turbado cielo,

se revelan en la línea hendida del trueno,

en la oscuridad rotal del Cielo

esta oscuridad que vence 

a la luz del ala argéntea del rayo.

 

Pues el ocioso muchacho que era, tiempo atrás,

que leía a Anacreonte y bebía vino,

pronto descubrió que los versos anacreónticos

eran, en ocasiones, arrebatados,

y, por una extraña alquimia cerebral,

sus dichas siempre se tornaban dolor,

su sencillez: se tornaba profundo deseo,

su sabiduría, amor; su vino, fuego;

y así, joven y abismado en la locura,

me enamoré con melancolía,

solía desperdiciar mi terrenal sosiego

y armonía con bufonadas,

no podía amar sino aquello con que la Muerte

hermanaba el aliento de su Belleza,

o si el himeneo, el tiempo y el destino

andaban al acecho entre ella y yo.

 

Desde entonces, los eternos años del Cóndor

sacuden el mismo Cielo en sus alturas

con un tumulto, cuando lo cruzan,

y no tengo tiempo para los inútiles cuidados

propios de alzar los ojos hacia el inquieto cielo.

Y cuando la hora de las más calmas alas

se cierne, mi espíritu se revuelve;

ese corto tiempo de lira y verso

se aleja, ¡cosas prohibidas!

Mi corazón lo sentiría como un crimen

a menos que temblase con las cuerdas.

 

Pero ahora mi alma goza de más espacio;

desaparecidas la gloria y la oscuridad,

lo negro se confunde con lo gris,

y las llamas todas se desvanecen.

 

Mi sed de pasión fue profunda,

la gocé, y ahora me sumo en el sueño;

a la ebriedad de mi alma

sigue la gloria del decaimiento,

largos y ociosos días y noches

para soñar cómo se escapa mi vida.

 

Pero los sueños, para aquellos que como yo sueñan

Con ambición, son condena, y muerte; 

quisiera decirme a mí mismo,

henchido con notas penetrantes

que quebrasen la monotonía del Tiempo,

mientras mi alegría y mi pena, insulsas,

se desvanecen cual las hojas amarillas;

por qué un duende de barba gris

no agua su sombra en mi camino

o quizá el gris barbado no hojea, 

cómplice, el libro de mis sueños.

 

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