La romanza, para quien guste cabecear y cantar
con la cabeza somnolienta y las alas recogidas,
entre las hojas verdes que se estremecen
muy en el fondo de un lago sombrío;
para mí, un polícromo periquito
un demonio familiar había sido,
quien me enseñó a decir el alfabeto,
a balbucear mis más tempranas palabras,
mientras yacía yo en el áspero bosque,
un niño con la más inteligente mirada.
Años venideros, tan confusos para cantar.
Hacen cabriolas como tormentas tropicales,
Y allí, luces deslumbrantes aletean
Y tiñen todo el turbado cielo,
se revelan en la línea hendida del trueno,
en la oscuridad rotal del Cielo
esta oscuridad que vence
a la luz del ala argéntea del rayo.
Pues el ocioso muchacho que era, tiempo atrás,
que leía a Anacreonte y bebía vino,
pronto descubrió que los versos anacreónticos
eran, en ocasiones, arrebatados,
y, por una extraña alquimia cerebral,
sus dichas siempre se tornaban dolor,
su sencillez: se tornaba profundo deseo,
su sabiduría, amor; su vino, fuego;
y así, joven y abismado en la locura,
me enamoré con melancolía,
solía desperdiciar mi terrenal sosiego
y armonía con bufonadas,
no podía amar sino aquello con que la Muerte
hermanaba el aliento de su Belleza,
o si el himeneo, el tiempo y el destino
andaban al acecho entre ella y yo.
Desde entonces, los eternos años del Cóndor
sacuden el mismo Cielo en sus alturas
con un tumulto, cuando lo cruzan,
y no tengo tiempo para los inútiles cuidados
propios de alzar los ojos hacia el inquieto cielo.
Y cuando la hora de las más calmas alas
se cierne, mi espíritu se revuelve;
ese corto tiempo de lira y verso
se aleja, ¡cosas prohibidas!
Mi corazón lo sentiría como un crimen
a menos que temblase con las cuerdas.
Pero ahora mi alma goza de más espacio;
desaparecidas la gloria y la oscuridad,
lo negro se confunde con lo gris,
y las llamas todas se desvanecen.
Mi sed de pasión fue profunda,
la gocé, y ahora me sumo en el sueño;
a la ebriedad de mi alma
sigue la gloria del decaimiento,
largos y ociosos días y noches
para soñar cómo se escapa mi vida.
Pero los sueños, para aquellos que como yo sueñan
Con ambición, son condena, y muerte;
quisiera decirme a mí mismo,
henchido con notas penetrantes
que quebrasen la monotonía del Tiempo,
mientras mi alegría y mi pena, insulsas,
se desvanecen cual las hojas amarillas;
por qué un duende de barba gris
no agua su sombra en mi camino
o quizá el gris barbado no hojea,
cómplice, el libro de mis sueños.
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